jueves, 8 de junio de 2023

Thiago

Hace exactamente un año que Thiago llegó a nuestras vidas y las hizo un poco más bonitas.

Recuerdo cuando mi hermana nos contó que estaba embarazada. Mis papás, mis hermanas y yo estábamos en la mesa del comedor, terminando de almorzar, cuando Andrea soltó su floro barato diciendo que el día en que ella y Arianna se habían ido al Jockey Plaza le habían comprado un detalle a mi mamá.

Le acercó una caja y, automáticamente, yo (y, voy a asumir, mis papás también) pensé que habían encontrado la joya perfecta para ella, una que vieron y no pudieron resistirse para que la tenga en su colección. Pero enorme fue la sorpresa cuando mi mamá abrió la caja y vimos que lo que había dentro no era ningún collar, pulsera o aretes: eran varias fotos de ecografías acompañadas del mensaje más bonito: "Tengo (...) muchas ganas de conocerlos. Nos vemos en junio 💖".

La emoción que sentimos cada miembro de la familia fue inmensa, y lo más lindo fue cuando caímos en cuenta de que la Mamina iba a ser bisabuela y luego bisabuela por partida doble al enterarnos, dos meses después, de que mi prima también estaba embarazada.


Las semanas pasaban, la panza de Andrea crecía y mis ganas de conocer a mi sobrino ya se hacían insoportables. Faltando poco para llegar a la semana 40, mi paciencia no podía más. ¡¿CÓMO QUE SIGUES EMBARAZADA?! ¿TE ESTÁ PATEANDO? A VEEER. THIAGO, ¿A QUÉ HORA NACES? THIAGO, ¿YA VIENES?

Pero llegó el 8 de junio y fue como si el mundo se hubiera detenido, pero para bien.




Los pájaros cantaron sus más lindas melodías, las personas sonrieron porque sí, los ángeles aplaudieron, la luna bailó con las estrellas, el sol brilló más fuerte, los campos se llenaron de flores.

El día que tú naciste, Thiago, fue el día en que el universo decidió que el mundo no podía seguir existiendo sin ti. 

sábado, 24 de septiembre de 2022

Cortocircuito cerebral

Desde que tengo uso de razón, nunca me ha gustado exponer y mucho menos hablar en público. Me pongo tan nerviosa que me tiembla la voz y mis oraciones salen de cualquier forma; se me seca tanto la boca que me cuesta articular alguna palabra; y, si hay alguna cámara de por medio, tiendo a mirarla directamente y a poner cara de loca. Felizmente no lo he hecho tantas veces a lo largo de mis 32 años, pero cada recuerdo de cada etapa de mi vida aún me atormenta hasta hoy.

En mi etapa escolar fue donde tuve más exposiciones (grupales, pero igual de traumantes), sobre todo en primaria. Mi uniforme consistía en blusa blanca, falda a cuadros, medias azules y cola alta y, cada vez que me tocaba estar al frente de la clase y de la profesora, mis tácticas para disimular los nervios eran subirme las medias (que estaban perfectamente subidas) y deshacerme la cola (que también estaba perfectamente hecha) para volvérmela a hacer y que me quede exactamente igual a la vez anterior. No sé cómo, pero nunca me dijeron nada. No sé si fue porque a las profesoras les caía bien o porque lo que decía era lo suficientemente interesante que mis tácticas quedaban en un segundo plano. 

Pero en la universidad no tenía mis medias largas ni mi cola alta (nunca me ha gustado mucho amarrarme el pelo), así que mi mejor amiga para las exposiciones (hasta vez sola, en su mayoría) se convirtió en una botella de agua. Yo sabía que la boca se me iba a secar tanto durante esos minutos de tortura que no soltaba la botella. Porque acá el público no eran chibolas curiosas y el profesor no era un simple mortal: acá eran jóvenes prejuiciosos y burlones y el profesor, dependiendo del curso o del proyecto a exponer, estaba acompañado del jefe de no sé quién o del gerente de no sé dónde. Nuevamente, ninguno de los profesores me dijo nada nunca pero yo, consciente de que ya no estaba en el colegio, siempre les daba mi advertencia: "Me disculparán de antemano, pero me pongo tan nerviosa durante las presentaciones que necesito mi botella de agua conmigo". 

Terminé la universidad y pensé que esas experiencias horrorosas terminarían también, pero no. Hace cuatro años, me aburrí de la vida de oficina y, junto con mi amiga Claudia, decidí emprender. Y la vida y las circunstancias nos dirigieron a los contactos correctos, ofreciéndonos entrevistas en vivo (mi nuevo terror). 

En noviembre del 2021 nos contactó un medio digital, dirigido a los emprendedores, para hablar sobre nuestra marca. Me dije "ok, Alessandra, acá vas a hablar sobre TU marca y algo que TÚ haces. Imposible que la cagues". Efectivamente, no la cagué: pude controlar mi nerviosismo y la boca no se me secó (tal vez un poquito), pero mi mirada fija hacia la cámara y mi cara de loca no faltaron.

Captura de pantalla de la transmisión en vivo

Unos días después llegó otra entrevista, pero esa vez fui sola. El entrevistador era alguien que conozco y con quien tengo harta confianza, tanta que hasta me adelantó algunas de las preguntas que me haría, como para practicar mis respuestas y tener definidos los mensajes que sí o sí quería decir. Llegó el día de la entrevista y me sentía más canchera y poderosa que nunca con mi hermoso saco de flores. En el set estaba la maquilladora, unos chicos de producción y el emprendedor al que habían entrevistado antes que a mí. 

Me pareció que la entrevista empezó bien. Agradecí la invitación, sonreía, alternaba mi mirada con el  entrevistador y la cámara, la voz no me temblaba, la boca no se me secaba. Realmente sentí que todo estaba fluyendo súper bien hasta que mi cerebro decidió hacer un cortocircuito y me hizo decir "MI NOVIA" en vez de "MI SOCIA".

Internamente agradecí al universo y a los apus porque cada partícula de mi cuerpo quería suplicar para parar la entrevista y empezar de nuevo; en cambio, decidí sonreír, tomarlo como un "bueno, algo tenía que pasar" y seguir. Pero, en mi defensa, sigo afirmando que ambas palabras suenan parecido.

martes, 22 de marzo de 2022

Crónica de la amiga elegida

Desde hace años suelo ser la amiga elegida en mis salidas sociales. Pero no es porque sea piña y siempre me chanten este rol: es que, como hasta ahora no le agarro el gusto al alcohol (salvo pocas excepciones), siento que no me queda de otra y que es mi deber cuidar de mis amigas.

Hace unas semanas fui a un matrimonio, después de mil años, con mis amigas de toda la vida (cambio los nombres para que no me maten): Sabrina, Marina, Paulina y su chico Dante, Luana y su esposo Juan, la novia Melissa y yo (Cavag).

La invitación era a las 12 pm en Pachacámac. Y algo que he aprendido de los pocos matrimonios a los que he ido es que, mientras más temprano empiezan, más posibilidades hay de que la gente comience a ponerse más contenta y cariñosa de lo normal en el transcurso de la tarde para comenzar a morir en la noche.

Mientras que mi sitio en la mesa estaba casi siempre lleno de comida, especialmente los de Luana, su esposo y Marina estaban llenos de chilcanos, cervezas, tintos de verano, vinos, pisco sours y gins. Como todas habíamos venido en dos carros y la novia había contratado choferes de reemplazo, nadie dudó en pedirlos para nuestro regreso. ¿Significado? "VAMOS A TOMAR HASTA MORIR PORQUE NO TENEMOS QUE MANEJAR, WUJUUU".


La tarde/noche siguió y más o menos este era el escenario para las 8 pm: Melissa desapareciendo sospechosamente con su esposo cada cierto tiempo, Sabrina bailando y tomando al mismo tiempo, Dante aliviado porque a Paulina no le tocó el bouquet, Juan como cliente VIP del bar, Luana teniendo que teletransportarse para bailar y pedir tragos al mismo tiempo y Marina seduciendo a los chicos del bar para que le den shots de pisco cada vez que se acercaba para repartirlos entre todos los invitados (cabe mencionar que nadie podía negarse porque sino Marina sacaba sus argumentos como abogada).

A las 9 pm yo ya estaba lista para irme porque #anciana (además, porque a esa hora apagaban todo). Sabrina se fue con Paulina y Dante y a mí me tocaba irme en el otro carro con Marina, Luana, Juan y Edgar, el chofer.

Primer acto: Juan se sienta en una de las sillas, agacha la cabeza y entra en un profundo ronque.
Segundo acto: me acerco a la mesa de recuerdos para llevarme plantitas porque, si voy a tener que soportar lo que viene, al menos quiero tener plantitas como consuelo.
Tercer acto: Marina se convierte en maga porque sigue sacando shots de pisco de no sé dónde, hasta que le digo que es hora de irnos.

- "Marina, ya nos vamos a casa".
*Marina se saca la mierda*
- "Marina, mejor quítate los zapatos. Tenemos que caminar hasta el carro para irnos"
- "Cavaaag, tengo hambre. ¿No quieres pizza? Vamos por pizza"
- "Primero a descansar y luego vamos por pizza, ¿ya?"

Nos metemos al carro: Edgar al volante, Juan como copiloto y atrás Marina, yo y Luana, y lo primero que le digo a mis amigas es "por favor, si quieren vomitar lo hacen por el lado de sus puertas porque si me vomitan encima las mato". "No, Cavag, yo nuuunca vomito", dijo Marina. "Tranqui, yo no tengo ganas de vomitar", dijo Luana. "Edgar, si necesitas algo me avisas porque estos tres papanatas están en otra", dije yo.

Avanzamos durante 10 minutos hasta que Juan pide parar el carro porque se siente mal. Juan y Luana abren la puerta, agachan la cabeza y se quedan en silencio. Marina me comenta que quiere vomitar y trato de abrir su puerta. NO ABRE. "Marina, déjame sacar el seguro de tu puerta para poder abrirla". Marina se mueve un poco y veo que el seguro no está puesto, pero la puerta sigue sin abrir. Edgar nota mi desesperación, sale del carro e intenta abrir la puerta también. LA MALDITA PUERTA NO ABRE y yo comienzo a desesperarme porque no quiero que me vomiten encima. Marina está a punto de vomitar y, entre Edgar y yo, solo atinamos a abrir la ventana en su totalidad para que mi amiga estire el pescuezo y vomite. A los pocos minutos, Marina mete su cabeza al carro, pero no contamos con que los restos de vómito se quedarían en la ventana. Juan y Luana regresan también sus cabezas al carro, sin haber podido vomitar.

Seguimos avanzando y no pasan ni cinco minutos hasta que Marina pide parar el carro otra vez. Edgar me advierte que no podemos estar deteniéndonos a cada rato porque es una zona peligrosa y yo le indico que mi amiga no se siente bien y que tengo que cuidarla (aunque sé que tiene razón) y le pido parar en un grifo o en una bodega para comprar papel higiénico. Mientras tanto, Luana se recuesta en mi hombro susurrándome que no se siente bien y Juan está en otra galaxia en el asiento de adelante.

El plan era ir hasta la casa de Luana y Juan y pedir un taxi que nos deje a Marina y a mí en nuestras casas, pero no pasa mucho tiempo para darme cuenta de que lo mejor será que se quede a dormir conmigo, así que le escribo a mi hermana para contarle la situación y Marina y Luana aprovechan para decirle lo mucho que la aman:




Edgar sigue avanzando y Marina sigue vomitando; unas veces afuera del carro y otras veces dentro de la bolsa que le he dado, y los restos de vómito siguen quedándose en el borde de la ventana. Pasan más minutos y me percato que va a ser peligroso pedir un taxi que me lleve a mi casa, así que llamo a mi papá y le pido que nos recoja de la casa de Luana y, de paso, me ayude con el bodoque que es ahora Marina.

Cuando veo que solo faltan 25 minutos para llegar a nuestro destino, siento unas gotitas a mi derecha: es Luana que, sin decirle nada a nadie, acaba de bajar la ventana y dejar sus restos de vómito en la ventana. Por supuesto, Marina aprovecha para vomitar también.

Y justo cuando pensaba que los últimos 15 minutos iban a ser tranquilos, de la nada Juan abre la puerta, comienza a vomitar y Marina y Luana se convierten en sus coristas de vómito. Es como si hubiera una orquesta de menjunjes extraños a mi alrededor y yo soy la última integrante.

Después de una carrera interminable, llegamos a nuestro destino casi al mismo tiempo que mi papá. Luana ya está semi consciente de lo que está pasando y me ayuda con Marina, quien está cual bebé acurrada en su cuna porque no se quiere mover. Finalmente, entre mi papá, Luana y yo sacamos a Marina del primer carro para meterla en el segundo.

Ya en el carro de mi papá, Marina comienza a despertar y a darnos diferentes reacciones, desde disculparse por lo sucedido esa noche hasta ofrecernos la cena y el desayuno a mi papá, especialmente. "¿Qué se te antoja, tío? Tú dime y yo te invito. ¿Quieres KFC? ¿Quieres Sanguchón Campesino? Tú solo dime y lo pido solo para ustedes".

Y, aunque la oferta sonaba muy tentadora, yo ya estaba mucho más tranquila porque todas mis amigas estaban sanas y salvas en sus casas. ¿Y mis plantitas? No sobrevivieron, pero...hey, las risas no faltaron.

Luana limpiando su carro a la mañana siguiente

domingo, 13 de diciembre de 2020

Mi chico guapo

Conocí a un chico en la segunda mitad del 2018 y desde el primer momento tuvimos química, sobre todo física.

El primer día que lo vi almorzamos. Él soltó un comentario desubicado y yo estuve a punto de pararme y dejarlo plantado, pero no lo hice. Sabía que valía la pena. Es decir, que él valía la pena.

Los meses pasaban y nos hacíamos más cercanos. Éramos dos amigos que se contaban cosas, tenían sexo de vez en cuando, bromeábamos entre nosotros y nunca faltaba un "te quiero" en nuestras conversaciones.

Un día de febrero me armé de valor y le dije que estaba sintiendo cosas por él. Aunque no recibí el comentario de vuelta, él lo tomó bien. Nada se arruinó.

Luego de eso, él salió con un par de chicas, pero no prosperaron. Yo fui ganando terreno. Nos hicimos más cercanos.

Un día él me dijo "te quiero más que antes, mucho más". Y yo me elevé por los aires.

Sin darme cuenta, comencé a llamarlo "mi chico guapo" y yo sabía que estaba cagada porque no había podido soltarlo a tiempo, pero no me importaba. Yo estaba feliz con mi chico de buen corazón, trabajador, a veces vulnerable, otras veces tierno y dulce, con una mente súper sexy, apasionado, inteligente, con buen sentido del humor.

No podría hablar por él; solo sé que yo estaba en las nubes por tener a mi chico guapo a mi lado.

Pero mi chico guapo no llegó a ser mi chico porque nunca pudo verme como yo lo hacía.

miércoles, 29 de abril de 2020

Ayahuasca en casa

El 2015 fue el peor año de mi vida (hasta ahora, como diría Homero Simpson). Tuve tantos bajones en tan poco tiempo que lloraba como si hubiera visto un día entero La tumba de las luciérnagas y me despertaba a las tres de la mañana sin poder volver a dormir. Estuve así durante algunas semanas, hasta que decidí buscar ayuda.

Quizás lo más inteligente hubiera sido ir al psicólogo, pero yo no quería hablar con nadie: solo quería dormir. Así que, aprovechando que en ese entonces tenía seguro, saqué cita con una neuróloga. El día de la consulta le hice un breve resumen de lo que me estaba pasando y recuerdo haberle rogado sutilmente para que me diera algo que me noqueara por varias horas y me dejara dormir. Me recetó una pastilla de la que nunca había escuchado y salí de la consulta más tranquila.

Ese día, en la noche, me puse la pijama, partí la pastilla en dos y me dispuse a dormir. Lo que vino a continuación yo aún lo recuerdo como una anécdota divertida (porque, según yo, estuve consciente todo el tiempo), pero si le preguntan a mis hermanas o a mi madre les dirán que parecía que estaba en plena sesión casera de ayahuasca.

Básicamente recuerdo estas cinco cosas:

Recuerdo #1: por algún motivo, me senté en el borde de mi cama, a oscuras, a conversar con el oso de peluche que le había regalado el enamorado (ahora esposo) de mi hermana. No recuerdo qué me decía: solo sé que él me hablaba y yo le respondía mientras escuchaba de fondo la voz de una de mis hermanas que decía "ma, creo que algo le está pasando a Ale".

Recuerdo #2: en la pared al costado de mi cama tengo un cuadro lleno de fotos al estilo collage y todas, absolutamente todas las caras me saludaban y se movían de un lado para el otro, como si estuvieran en una danza alegre. No recuerdo emitir ningún sonido, pero algo debí haber dicho (o hecho) porque las voces de fondo se escuchaban cada vez más preocupadas, sobre todo la de mi mamá: "Ange, ¿puedes ver qué le pasa a Ale? Hoy fue al médico y creo que la pastilla que le recetaron le ha caído mal". En mi mente respondía (con las palabras arrastrándose considerablemente) "peeeroooo yoooooo eeeeeestooooy bieeeeeeen, ¿noooooo meeeeee veeeeeeeeen?".

Recuerdo #3: estuve tranquila todo el tiempo, sintiéndome como Alicia en el País de las Maravillas, fascinada con los objetos hablándome, hasta que mi papá se acercó con un vaso de agua y me abrazó. Por algún motivo, eso me desconcertó y mi lado consciente dijo "okey, si me está abrazando mi papá es porque algo me está pasando y no me estoy dando cuenta". Acto seguido, comencé a temblar y a llorar, asustada. "Todo se está moviendo, pa. Haz que dejen de moverse las cosas". "Ya, hijita, ahorita va a pasar. Toma un poco de agua y luego échate".

Recuerdo #4: tomé el agua, me eché, mi papá salió de mi cuarto y me giré hacia la izquierda, el lado de mi hermana, quien en el techo había pegado estrellas que brillaban en la oscuridad. En pocos segundos, las estrellas comenzaban a moverse formando diversas figuras, hasta que se abría un hueco en el techo y una mano aparecía invitándome a seguirla. "Pero...¿adónde voy a ir? Tú estás en el techo y en el techo no hay nada", le respondía (porque podré estar pastrula, pero inconsciente nunca...según mi versión, al menos).

Recuerdo #5: al decidir que no iba a seguir a esa mano, en algún momento cerré los ojos y mi cuerpo y mente se apagaron. Por nueve mágicas horas pude dormir sin interrupciones ni impulsos que me despertaran para llorar. Había conseguido lo que quería.

Al día siguiente, desperté para ir al trabajo, sin cruzarme con nadie de la casa. Ya en la oficina, tuve dos llamadas telefónicas. Primero llamé a la doctora a contarle lo sucedido, con una mezcla de miedo  y agradecimiento, y su respuesta fue de lo más brillante: "Ya, pero...¿dormiste como querías o no? En todo caso, hoy prueba tomando la mitad de la mitad" (ah, pues, entonces sí...).

Al poco rato llamó mi mamá y recuerdo que parte de la conversación fue algo así:

- Hija, ¿cómo te sientes?
- Bien, ¿por?
- Nos quedamos preocupados. No sabes cómo te pusiste ayer...
- Sí recuerdo, pero las pastillas me ayudaron porque por fin pude dormir de corrido.
- Las he botado y la receta también.
- ¡¿Qué?! Ma, dámelas, por favor. Tú sabes lo mal que la he pasado estos meses y esas pastillas han sido lo único que me han ayudado para dormir bien.

Supongo que mi madre se apiadó de mí (y de mis ojeras) y ese día, al llegar a casa, me devolvió las pastillas y la receta. Los días que seguí tomando la pastilla (que, en algún momento, se convirtió en mi mejor amiga) procuré acostarme apenas lo hacía, aunque hubo días en que me sentía lo suficientemente valiente (o aburrida) y dejaba que pasaran algunos minutos para ver qué ocurría.

(Un día, tomé la pastilla y me dirigí al baño de mis padres, que tiene la ducha justo al frente del wáter. Y mientras orinaba en la oscuridad, vi cómo le salían bracitos a los frascos de los champús y se peleaban entre ellos –era tan divertido imaginarlos como dos Tiranosaurios Rex forcejeando–. Luego de un jijí-jajajá y de un "ya estuvo buena esta pastrulada", me eché en mi cama y entré en coma a los pocos segundos).

Han pasado varios años desde aquel episodio y, aunque sigo durmiendo como el orto, tengo una cosa clara: ya no quiero ser Alicia ni estar en el País de las Maravillas.

                    


martes, 14 de abril de 2020

Bucle eterno

Todavía recuerdo que, el viernes antes de que todo comenzara, nos reunimos en casa de la Mamina como solemos hacerlo todos los viernes. En las noticias ya se hablaba de un virus que estaba afectando a muchas personas en Europa y que poco a poco estaba llegando a Perú, por lo que mis tíos anunciaron que ese día deberíamos saludarnos con los codos y no darle besos ni abrazos a la Mamina. 

Mi primera reacción fue "no sean tontos. Es solo un virus ridículo y no me va a impedir darle un beso a mi abuela". Pero de ridículo no tenía nada ese virus. 

Admito que nunca he sido de ver muchas noticias, por lo que los cambios y las restricciones que vinieron casi las sentí de la noche a la mañana.

En pocos días se cayeron los planes que tenía y me sentí lejos de todo y de todos, pero lo que más me chocó fue darme cuenta de que no iba poder ver a mi familia ni trabajar hasta nuevo aviso Lo primero me dio tristeza; lo segundo, cólera y tristeza.

Me costó tanto encontrar algo que de verdad me apasionara en el ámbito laboral que me puse engreída y me molesté con todos, sin que nadie tuviera la culpa. Pero respiré profundo, dejé eso de lado y vi lo que sucedía a mi alrededor.

Y me vi rodeada de testimonios de otros emprendedores (y luego de empresas grandes) anunciando el cierre de sus operaciones hasta nuevo aviso, del presidente apareciendo todos los días en televisión pidiendo a todos quedarnos en casa, de videos y fotos de gente tan egoísta haciendo absolutamente todo lo que el Estado pide -hasta ahora- no hacer (usar el carro, salir acompañado o salir para cojudeces como correr una vuelta a la manzana), de peticiones (y casi ruegos, totalmente comprensibles) de personal de salud para que la gente entienda, de una maldita vez, que tiene que quedarse en sus casas.

Ya son dos veces en que se ha aplazado la cuarentena y no sé si habrá una tercera. El encierro ya no me choca como antes, pero aún tengo días en que siento que me apago y no sé cómo prenderme de nuevo. Extraño trabajar, abrazar a la familia y reunirme con los amigos. Me frustra no tener la libertad de salir porque aún hay gente que todavía no la capta y me frustra estar en un bucle eterno donde todos los días parecen domingos.

Me frustra que a veces no tenga ánimos de hacer nada, pero poco a poco, gracias al consejo de alguien muy cercano y especial para mí, me permito estar así. Porque se vale no tener la sonrisa Colgate todo el tiempo y querer chorrear todo el día. Se vale porque sé que esto no será eterno y porque siento que le falta poco para acabar.

También siento que, como suelo pecar de ingenua, de lo malo debo rescatar lo bueno y darme cuenta de qué es lo que estoy aprendiendo en esta cuarentena: qué es lo importante y lo (im)prescindible y cómo yo, un ser humano común y corriente, puedo ayudar a cambiar un poco el mundo.

Porque tengo clarísimo que las cosas no volverán a ser como antes, pero sí sé que serán mejores (o eso quiero creer).

miércoles, 22 de enero de 2020

Un día de enero

Hay temas de los que casi siempre he evitado hablar o he preferido mantenerme al margen, como religión, política o mi cuerpo. Si lo he hecho, siempre ha sido en persona con alguien más, así que hoy será mi primera vez.

Nunca me han gustado mis piernas. En clases de Educación Física, por ejemplo, prefería ponerme buzo y morir de calor antes que mostrarlas. Si alguien me preguntaba, les decía que no había traído mi short o que no tenía tanto calor.

Si iba a la playa o a la piscina, era de esas personas que se envuelven en la toalla apenas salen del agua. "Para secarme más rápido", decía. Y si usaba faldas, tenían que ser las que cubrían hasta el tobillo porque "los diseños son más bonitos".

El problema era la calle, porque mi casa era mi lugar seguro. En verano podía estar con mi pijama de tiritas y short frente a mis papás y hermanas y no había ningún problema. Supongo que confiaba en que ellos no me dirían nada (y nunca lo hicieron, felizmente).

Pero la idea de mostrar mis piernas en el mundo exterior me aterraba. Siempre les encontraba algún defecto: que parecen de Gasparín de lo blancas que son (y broncearlas no era ni es una opción porque no me gusta estar bicolor), que son muy gruesas, que son muy fofas, que no tienen forma. ¿Quién va a querer verlas?

Hasta hace poco pensaba así. Desde hace unos meses voy a clases de baile en las tardes y el pantalón largo, mi buen amigo, me acompañaba. Claro que no había problema en invierno: lo jodido empezó en diciembre con los días cada vez más calurosos.

No importaba que me sofocara ni que se me bajara la presión. No importaba que gente mayor usara shorts sin ninguna preocupación. El problema era yo: pensaba que le haría daño a la gente si mostraba mis piernas, pero no me daba cuenta de que a la única persona a la que le hacía daño era a mí.

Eso pasó un día de enero y me dije que ya no quería ser más esa persona. Tengo shorts, ¿por qué no puedo usarlos? ¿A quién perjudico con mis piernas? ¿Por qué debo pensar en los demás antes que en mí? ¿Dónde queda mi comodidad?

Así que un bonito día de enero decidí ir a las clases en short por primera vez en mi vida y lo amé. Me sentí como solo me había sentido en mi casa hasta ese momento: libre y cómoda (y, como puntos bonus, los pasos me salieron mejor que nunca).

Y sí, ya sé que en la foto no es que muestre mis piernas por completo, pero estoy en un proceso. Poco a poco.