Siento que te he visto más veces
en estos meses que las que lo he hecho en todo el año.
El tiempo es corto o largo,
dependiendo de tu estado de ánimo. A veces estás dormido y a veces estás
despierto. A veces estás tranquilo y otras veces estás molesto.
Lo “bueno” es que tu estilo de
vida no ha cambiado mucho; sin embargo, es bastante diferente. Ahora duermes
con tubos en la nariz y pijama más delgada, comes a la hora que te indican,
haces los ejercicios que te exigen, compartes el cuarto con otro hombre,
preguntas más por la Mamina, ves a más enfermeras que a tus hijos y estás
constantemente acompañado.
Cuando te veo pienso (o recuerdo)
en lo frágil que es la vida y en cómo esta puede cambiar cuando menos te lo
esperas.
Recuerdo que te visité un viernes en casa y estabas, aunque enfermo, adorable como siempre. El lunes empeoraste y, por precaución, te llevaron al hospital. El jueves te visité y tu
situación había empeorado. Dormías todo el día y ya no podía escuchar tu risa.
Abrías los ojos de rato en rato, pero las enfermeras dijeron que solo eran
reflejos, que, en realidad, no estabas despierto.
Nos turnamos para visitarte, nos
llamamos más para saber cómo estás, llevamos a la Mamina a la clínica para que,
como siempre, te salude con un “hola, mi amor” y un beso en la frente.
En la casa se siente tu ausencia. Falta quien reniegue por su comida, quien vea televisión con el
volumen al máximo, quien me pregunte siempre qué es lo que estoy estudiando o
si he traído a “mi animalito”, quien cante por el pasillo cuando se está yendo a comer o a dormir y quien te haga filosofar de la vida sin que cuenta te des.
Hoy te hemos visitado y todo ha
cambiado. Estabas completamente despierto y animado, pidiéndonos abrazos a cada
rato.
No sé cuánto tiempo más tenga que pasar, pero, cada vez que te veo, no puedo evitar pensar: “Abuelo, regresa a casa”.