jueves, 20 de mayo de 2010

¿Quién la culpa?


A escasos días de entrar a la segunda década de mi vida, me puse a pensar en mi infancia, primero, y en mi adolescencia, después. Comparé los cambios por los que pasamos los jóvenes al salir del mundo colegial para ingresar al completamente distinto mundo universitario. Me cagué de risa, extrañé algunos aspectos y repudié algunas actitudes.

• El horario y desplazamiento de horas: de irse a dormir a las 10 p.m. a lechuzar hasta las 4 a.m.; de igual manera, de madrugar a las 6 a.m. a marmotear hasta las 11, 12 o 1, en casos extremos, como yo. De este modo, se rompe la rutina de las siete horas colegiales de 8 a.m. a 3 p.m. y se da la bienvenida a la libertad universitaria de horarios: el alumno elige en qué parte del día quiere tener clases y, lo mejor de todo, elige el profesor que se adecúe con su personalidad –si te toca el peor, fue tu culpa, ¡huevón!

• Movilidad: de ser llevada en el carro de papi a llevar el carro de papi, porque papi te regaló el suyo y se compró uno mil veces mejor que la carcocha que ahora es tuya. En el caso contrario de que hayas sacado el dichoso brevete, ingresas al mundo de las combis y de los taxis, si cuentas con más sencillo, y te conviertes en un ave de corral.

• Las fotocopias: mientras que en el colegio los tan lindos profesores nos obsequian, con mucho amor, las fotocopias, en la universidad estos seres humanos voltean el tablero, obligándonos a sacar copias no solo para los exámenes, sino también para prácticas, tareas y otros. Algunos son generosos y solo exigen un máximo de 20 páginas por evaluación; otros son desgraciados y exigen 300 páginas por evaluación, como mi profesor de Fundamentos de Publicidad.

• Frecuencia de salidas, permisos y hora de regreso: en el colegio, uno espera ansiosamente (y desde el lunes) el fin de semana para gritar «¡viva la libertad!», como la canción de Nubeluz. En la universidad, no esperas el fin de semana para salir y poder hacer lo que se te dé la reverenda gana: sales desde el mismo lunes y eso está “bien”. ¡Ah! Y si ves a alguien con apariencia de mapache u oso panda por las ojeras, no es que se haya madrugado estudiando o leyendo, no, no (no seas ingenuo tampoco), es por la rica juerga o la salida con la pareja o amigos que se pegó ayer. Asimismo, el “mamá, ¿PUEDO ir al cine?” se convierte en “mamá, VOY a ir al cine” y el “papá, ¿me recoges a las 9 p.m.?” se convierte en “papá, vengo a las 3 a.m.”.

• Soborno: arte que el alumno aprende (o perfecciona) en la universidad para conseguir de los profesores lo que quiere usando sus encantos y desencantos. Esto incluye la petición para recortar las lecturas, desplazar el examen, subir notas e infinitas cosas más.

• Vocabulario: en el colegio existe el roche para hablar sobre ciertos temas e incluso mencionar ciertas palabras. Y los principales ejemplos que se me vienen a la mente en este momento son ya sabes qué, pipilín y cuchi. Nada de eso, causita. En la universidad, “las cosas como son”, como el slogan de Sprite. Sexo, pene y vagina, ¿ok?

• Preparación a futuro: este es un cambio corto (en el sentido que no necesita mucha explicación), pero preciso. El colegio te prepara básicamente solo para los cinco años que te esperan en el mundo universitario; la universidad, para el resto de tu vida.


Nota: este texto se ha escrito basándose en la experiencia de la autora de este blog y de sus conocidos. Ambos dejaron la época colegial hace casi 3 años, por lo que el escrito puede a) identificarse con muchas o muy pocas personas, b) sonar a pura mierda, porque, definitivamente, la juventud de ahora no es la misma que la mía. Y quién la culpa.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Bienvenido al resto de tu vida (Efectos secundarios)


Normalmente escribiría esto dentro de Un no sé qué, que qué sé yo, pero el texto es tan largo y tan jodidamente alucinante que decidí darle su propia entrada. Ahí les va.

"La verdad es que no importa si te has muerto una o dos veces o ninguna. Siempre estás empezando de nuevo. En el fondo, no hay nada que hacer: siempre tendrás 18, porque eres joven solo una vez, pero inmaduro para siempre. No hay instrucciones para cumplir 30, pero si las hubiera serían estas:

- Haz una lista de todo lo que no te gusta de ti y luego tírala. Eres el que eres y, después de todo, no es tan malo como lo imaginas un domingo de cruda.

- Tira el equipaje de sobra. El viaje es largo. Cargar no te deja mirar hacia adelante y, además, jode la espalda.

- No sigas modas. En 10 años, te vas a morir de vergüenza de haberte puesto eso, de todas maneras.

- Besa a tantos como puedas, deja que te rompan el corazón, enamórate, date en la madre y vuelve a levantarte. Quizás hay un amor verdadero; quizás no, pero mientras lo encuentras, ¿lo bailado quién te lo quita?

- Come frutas y verduras, neta. Vete acostumbrando a que no vas a poder tragar garnachas toda tu vida.

- Equivócate, cambia, intenta, falla, reinvéntate, manda todo al carajo y empieza de nuevo cada vez que sea necesario. De veras, no pasa nada; sobre todo si no haces nada.

- Prueba otros sabores de helado, otras cervezas, otras pastas de dientes. Arranca el coche un día y no pares hasta que se acabe la gasolina.

- Empieza un grupo de rock (¿por qué no?), toma clases de baile, aprende italiano, invéntate otro nombre, usa una bicicleta. Perdona, olvida, deja ir.

- Decide quién es imprescindible. Mientras más grande eres, más difícil es hacer amigos de verdad y más necesitas quien sepa quién eres sin que tengas que explicárselo. Esos son los amigos. Cuídalos y mantenlos cerca.

- Aprende que no vas a aprender nada. Pero no hay examen final en esta escuela, ni calificaciones, ni graduación ni reunión de exalumnos, gracias a Dios.

Felices 30, viejo. Bienvenido al resto de tu vida".

viernes, 14 de mayo de 2010

Los viernes son de la Mamina


Desde que tengo uso de memoria, todos los viernes nos reunimos en la casa de la Mamina los 5 Cavagnaro, los 5 Dam, los 4 Saavedra y uno que otro infiltrado –perdón, invitado– de vez en cuando. Como es prácticamente el único día de la semana en el que les veo las caras, tengo la frase preparada para aquella persona que me invite a hacer algo en el horario de 6 de la tarde a 10 de la noche, la misma que me grabé en el cerebro desde la primera vez que dije “mamá” (asumiendo que esa fue mi primera palabra y no alguna estupidez): “No puedo ir. Los viernes son de la Mamina”.

Debo confesar, con el riesgo de herir la susceptibilidad de alguno de mis familiares, que, hasta hace no mucho, esta frase la repetía el 80% de las veces por una especie de obligación, es decir, solo para no romper la tradición, más que por voluntad propia, deseo, motivación, como sea que quieran llamarlo. No es que no me gustaba verlos, era que prefería pasar esas 4 horas con gente de mi edad, haciendo cosas que solo mi generación hace. Pero ahora, gracias a mis días en Europa y a la reciente visita de mi tía y prima de Canadá, me doy cuenta de cuánto valoro los viernes de la Mamina y de cómo los extraño cuando nuestro encuentro se llega a cancelar por algún motivo. Extraño el amplio conocimiento de Bruno sobre cualquier tema, la fascinación de Armandi por Harry Potter y el cine y su «¿y?» como saludo, los comentarios tan precisos y el nuevo vocabulario de Paulo (hello, darling), la ternura de la Mamina, mi alteración por los gruñidos del Paparmando, las travesuras de Camila y Joaquín, la voz ronca de Cheli y la niña interna que aún lleva adentro, las caras de Alonso cuando se desespera, los panes y tres timbres de mi papá, la locura de mi mamá al preferir dieta que la comida de la Mamina, la ausencia de Andrea por tener clases hasta las 10 p.m., el aislamiento de Arianna con su ipod.

El miércoles pasado variamos un poco y nos reunimos para despedir a mi tía y prima. Después de comer, nos acomodamos todos en la sala y cada uno de los 6 hermanos Dam se dedicó a hablar de sus recuerdos de la infancia, a petición mía y de mi hermana menor. Nunca se los mencioné, pero mientras Cheli contaba uno de sus varios traumas infantiles, tuve una especie de flashback, como un episodio salido de Cold Case, en el que los seis hermanos Dam eran reemplazados por 6 niños inocentes y traviesos a la vez y una señora alta, delgada y de cabello oscuro reemplazaba el lugar que ocupada mi abuela en la sala: eran cada Dam, de varias décadas atrás, y era mi Mamina, mi hermosa Mamina, rodeada de sus 6 pequeños. Este recuerdo me llenó de emoción hasta casi producir lágrimas y agradecí, como pocas veces lo he hecho en mi vida, por ese día; agradecí por los viernes de la Mamina, y rogué, silenciosamente, que nunca dejen de existir. Hasta hoy lo hago.


jueves, 6 de mayo de 2010

No fue uno, ni fueron dos, ¡fueron tres!


06 de mayo del 2010. Mandando a la mierda a mi clase de Globalización, invado el carro de mi papá y lo acompaño a dejar a mi hermana en el colegio, a unas tres cuadras del Servimedic, en donde daré el examen médico y teórico. Como he llegado quince minutos antes de que abran las puertas, decido «hacerle el habla» a la chica que está a mi derecha, hipnotizada con el libro de reglas de tránsito de no sé quién, a quien comienzo a repudiar cinco segundos después.

- Hola. Me llamo Alessandra. ¿Y tú?
- Gisela. ¿Has estudiado bien? No te ves muy preparada. Deberías de estar estudiando.
- No lo necesito. Yo confío en mis conocimientos.
- Ah… ¿Y en dónde o cómo has estudiado?
- He resuelto el balotario de 200 preguntas sobre las reglas de tránsito. Me las sé de memoria casi todas.
- ¿Puedo verlo?
- Sí, toma.
- Oye, esta está mal. La respuesta es la B, no la C. Tu balotario está mal.
- ¿Según tú?
- Según el libro que me dio mi instructor.
- Ah, manya. Bueno, yo ese balotario lo he sacado de la página del Touring. Si me viene en el examen esa pregunta, pondré la C.

Para no estropear mi mal humor por el resto del día, hago caso omiso a la expresión de la muchachita (quien espero que jale todos los exámenes por antipática), le doy la espalda y me alejo. Cinco minutos después, abren las puertas del centro médico, en donde entrego los documentos, pago el monto requerido y me dirijo al salón en donde me sacarán sangre por primera vez en mi vida adulta.

Paredes blancas, envases de líquidos que parecen veneno y varias y pequeñas navajas son lo primero que veo al entrar. “Siéntate, por favor –me dice la doctora–. Ahora, dame tu mano y relájate”. “Doctora, si le digo que soy O+, ¿me creerá y no me pinchará?”, le digo. “Lo siento. Pero tengo que hacerlo”. La doctora saca una especie de navaja bastante afilada y me la pincha sádicamente en mi dedo índice derecho. A continuación, separa mi sangre en tres grupos y les echa un líquido X, Y y Z.

- Qué raro…
- ¿Qué pasa?
- El efecto debería ser inmediato. Si en realidad eres O+, deberían formarse varias aglutinaciones, pero no pasa nada. Todas tus manchas están igual. ¿Segura que ese es tu tipo de sangre?
- Sí. Eso me dijo hoy mi mamá y eso es lo que sale en mi partida de nacimiento.
- A ver, vamos a esperar unos minutos más. ¿Mientras tanto podrías llamar a tu mamá para confirmar?
- Sí, no hay problema.


- Má, ¿estás segura de que mi tipo de sangre es O+? Me acaban de sacar sangre y, por algún motivo, la doctora no puede determinar qué tipo de sangre soy.
- Sí, hijita. Tengo tu partida de nacimiento en las manos, así que la doctora que te ha tocado es una incompetente.


- Mi mamá acaba de revisar los papeles y ahí sale que soy 0+.
- Lo dudo. Tu mamá debe de haberse confundido.
- ¿Perdón? Señora, usted no tiene por qué meterse con mi madre. Si en realidad soy O-, es culpa del doctor que me sacó sangre; no de mi mamá.
- Ya. Bueno, no pasa nada. Voy a tener que sacarte sangre de nuevo.

Whaaat???!!! ¡¡¡¿¿¿Otro pinchazo más???!!! La doctora, que tiene una expresión como si acabara de dar la mejor noticia en su inmundo día, saca una nueva navaja de su cajón, me pide “amablemente” otro de mis no agujereados dedos y, esta vez, me pincha en mi dedo medio izquierdo, con más furia que la primera vez. Me duele como mierda, pero hago todo lo posible para no reaccionar y darle el gusto a la sádica esta.

- Veamos… Ahora ha habido más movimiento, pero tu sangre sigue sin parecer O+. Yo me inclino por el O-. Si es así, voy a tener que reportar esto.

¿REPORTAR? ¿QUÉ SIGNIFICA ESO? ¿ME VAN A CANCELAR EL TRÁMITE DEL BREVETE? ¿VOY A IR A LA CÁRCEL? ¡¡¡AUXILIO, MAMÁAA!!!

- ¿A qué se refiere?
- Simplemente que tengo que comunicar que ha habido un error. Que se hayan equivocado con tu tipo de sangre es algo grave.
- ¿Pero esto me va a impedir con los trámites para el brevete?
- No, pero voy a tener que sacarte sangre una vez más.

RECONTRA WHAAAAAAAAAAAAAT???!!! ¿NO QUIERES PINCHARME TODOS LOS DEDOS, MEJOR?

- ¡Pero si ya dijo que soy O-!
- Necesito asegurarme. Dame tu mano…

A regañadientes (porque estoy segura de que esta tipa quiere sacarme sangre por tercera vez solo para torturarme), le entrego otro de mis inocentes dedos y me someto a su doblemente sádico pinchazo. El resultado es el mismo que el de la segunda muestra: he sido engañada toda mi vida porque, efectivamente, soy O-. “Eso sería todo. Anda al segundo piso para tu examen psicosomático y psicológico”.

Lejos de las garras de la gemela de Monique Pardo, me dirijo al piso de arriba, doy el examen psicosomático, de vista y el psicológico (que, como dijo Pamelín, es un insulto a la inteligencia humana), y me dirijo a la parte final de mi estresada mañana: dar el examen teórico.

El cuarto es idéntico a uno de cabinas de Internet. En él, hay una chica de pelo oscuro a la que parece que le fuera a salir humo de la cabeza de tanto pensar en vano, un chico que hace temblar tanto su pierna derecha que pareciera que fuera a cobrar vida propia y un señor que se toma todo el tiempo del mundo para responder algo tan simple como “¿qué significa el color rojo del semáforo?”

Gracias a las dos semanas en las que me dediqué a resolver el simulacro del examen teórico de la página del Touring tres veces por noche, resuelvo el examen en cuatro minutos, con treinta preguntas respondidas correctamente y cero errores. ¡Tomen eso!

Feliz y satisfecha, salgo a la calle con mis documentos en mano, una sonrisa dibujada en el rostro y el extracto de una canción de hace miles de años (El santo cachón de Diomedes Díaz) taladrándome el cerebro: «No fue uno, ni fueron dos, ¡fueron TRES (pinchazos)!»