miércoles, 25 de enero de 2017

Adiós, cuatro ojos

Desde los 15 años, aproximadamente, mi cacharro estuvo adornado por lentes de montura casi siempre del mismo modelo: negros, delgados y cuadrados.

Nunca me molestaron (más bien me gustaba mi look cuatro ojos), pero durante el 2016 la idea de despedirme de ellos se hacía cada vez más presente.

Fue a finales del año pasado que decidí ir al oculista y pedirle lentes de contacto, pero su respuesta fue directa y contundente: “¿Por qué quieres complicarte la vida, niña? Mejor opérate la vista”. “¿Por qué no?”, pensé. Así que, llevada como siempre por el impulso, dos días después fui a hacerme el examen de córnea para saber si era candidata para la operación y, efectivamente, lo era.

Mi última foto con lentes
                                             
Se lo comenté a mis padres, a mis amigas y demás familia. Mi madre se puso nerviosa con varios días de anticipación; mi padre, por su parte, me recomendó esperar al segundo lunes de enero porque “¿qué pasa si para el lunes 02 el doctor sigue ebrio?”.

Así que hice los arreglos en la chamba y, sin darme cuenta, el día tan esperado había llegado. Llegué a las 9:50 al consultorio y a las 10:20, aproximadamente, ya estaba sobre la mesa de operación sintiendo una mezcla de emoción y arrepentimiento (y deseando internamente que el doctor me metiera sus aparatos de una buena vez –casi lo que una piensa cuando está por tener su primera vez–).

Empezó con el ojo derecho. Lo primero que sentí (y que, creo, vi) fue una inyección incrustándose en mi ojo, seguida de un aparato que me raspó como una capa de mi órgano y luego el láser quemándome mi querido ojo. A los 15 minutos, según mis cálculos, todo había acabado. Me bañaron los ojos con agua, me pusieron lentes de contacto, me pegaron parches y me enviaron a casa con reposo absoluto.

Recién salida de la operación

Las primeras horas (los dos primeros días, en realidad) fueron los más pesados. Sentía que los lentes de contacto se me iban hasta el cerebro, mis ojos se sentían drogados por la sobredosis de gotas, me embarraba toda la cara a la hora de comer, necesitaba ayuda hasta para ir al baño y tuve tiempo de sobra para pensar en todos mis pecados.

Pero hoy, casi un mes después de la operación, puedo decir que valió totalmente la pena (aunque mis ojos me jugaron una mala pasada en más de una ocasión).

Hasta siempre, compañeras; las extrañaré (y por si acaso las guardaré por si sufro de crisis de identidad).


*Por si alguien se lo preguntaba, lo que sigue a continuación es un aproximado de la secuencia de emociones que sentí en mis días post operada.

1. Cuando me pusieron las primeras gotas.


2. Cuando estuve a oscuras y en silencio las primeras horas:

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3. Cuando quería leer algo con los parches puestos:

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4. Cuando me cansé de que me pusieran gotas:

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5. Cuando ya no sabía qué hacer con mi vida:

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6. Cuando me tenían que poner los parches de nuevo:











                                                                                                                                                                  7. Cuando salí de mi casa por primera vez para ir donde la Mamina: