jueves, 31 de marzo de 2011

(In)directas


Estaba aburrida, no tenía absolutamente nada productivo que hacer y se me ocurrió escribir huevadas –para variar– relacionadas a indirectas. Indirectas que no se dirigen a una sola persona, sino a varias (incluida a mí).

Si te animas, léelas. Quizás te identificas con una o, peor, quizás te percatas que una de ellas está dirigida a ti. Sí, A TI.

1) Te apesta el ala
2) Entrevístame
3) No eres tan bonita como crees
4) Tuve el peor sexo contigo (¿dos minutos, huevón? ¡Con mi mano he durado más!)
5) A veces quiero dejarte, pero luego recuerdo que no duraría ni un día sin ti
6) Hueles a choclo
7) Quiero darte un lapazo cada vez que abres la boca
8) Quiero pagarte para que me apruebes en tu curso de una vez
9) Crees que te presto atención, pero no
10) Alguna vez te tuve ganas
11) Si no te contesté no fue porque estaba ocupada, sino porque no quería hablarte
12) Quiero que me pagues por escribir
13) Hablas demasiado. CÁLLATE
14) Sorpréndeme y hazme llorar de la emoción y felicidad
15) Eres tan atorrante que ya das risa
16) ¡Cierra la puta boca al comer!
17) Sí tengo lapiceros, pero no te los quiero prestar
18) Creo que estás muy rica
19) Me caes demasiado bien, pero nada más
20) Rajo de ti porque, en realidad, te envidio
21) Me desespera tu manera de hablar
22) Abrázame fuerte hasta dejarme sin aliento
23) Tienes caca en el cerebro
24) Quiero secuestrar a tu perro
25) Todavía te quiero

¿Ya te descubriste?

martes, 29 de marzo de 2011

30 días


Desubicad@s, hoy quiero recomendarles una película: The guitar. Es bastante simple, pero bastante eficaz y con un buen mensaje.

Relata la historia de una flaca cuarentona que tiene un día de mierda –y no exagero cuando digo esto último–: le dicen que tiene cáncer a la faringe y que sólo le queda un mes de vida, su flaco le termina por sentirse sofocado y la despiden del trabajo sin razón aparente. Melody, presa del pánico, decide aprovechar sus últimos 30 días en el planeta tierra, por lo que se compra un penthouse, muebles y demás accesorios de $500 para arriba y, finalmente, una guitarra, la cual se convertirá en lo único bueno en su vida.

Pocas veces una película me ha dejado pensando tanto después de verla (como esta), por lo que, si eres piola, ya sabrás por dónde va el tema del post de hoy: ¿Qué haría yo si me quedara sólo un mes de vida?

Después de casi un día entero divagando, estas fueron las cosas que se me ocurrieron:

1) Me tomaría 5 litros de chicha morada de Gloria, lo cual haría que haga pichi cada 5 minutos, pero no importaría, pues mi vejiga moriría feliz.
2) Me comería una pizza continental familiar, una Tiptorella, una hamburguesa Ave Caesar, un Toasted Twister y una lasagna a la bolognesa yo solita (moriré obesa, pues).
3) Me cogería a todo flaco al que le haya tenido ganas alguna vez y besaría a alguna flaca rica para no morir, literalmente, con la curiosidad.
4) Agarraría mi tarjeta de crédito y asaltaría cada tienda del Jockey Plaza. Alguien se encargará amablemente de mis deudas cuando yo sea polvo.
5) Me sentaría a conversar con cada persona importante de mi vida.
6) Haría parapente, puenting, skydiving, paracaidismo y demás deportes extremos.
7) Me drogaría.
8) Patentaría algo, aunque sea una estupidez.
9) Me compraría un GPS y saldría a conocer, de una buena vez, Lima y sus alrededores.
10) Cambiaría de aspecto radicalmente.
11) Viajaría en carro, tren, camión, caravana, avión, barco y a pie.
12) Revisaría absolutamente todas las fotos familiares.
13) Leería una novela en la ciudad donde sucede la historia.
14) Iría a una playa nudista.
15) Publicaría el libro que escribo desde los 16 años.
16) Aprendería a cocinar y a hablar italiano de una buena vez.
17) Iría a un lugar donde pueda gritar sin que nadie me calle a golpes.
18) Montaría en las montañas rusas más grandes del mundo.
19) Robaría un banco y le dejaría la mitad a mi familia. La otra mitad me la quedaría yo y me iría a recorrer Europa entera y de mochilera.
20) Me emborracharía por primera vez en mi vida (o lo intentaría, al menos).
21) Grabaría un video como despedida y con indicaciones para llevar a cabo después de mi muerte.
22) Vería la tierra desde el espacio.
23) Amaría hasta morir.
24) Sería feliz con cada pequeño detalle de la vida.
25) Escribiría el peor post de mi blog –ah, chucha. Lo acabo de hacer.

Moraleja: no esperes a verte en una situación así para empezar a hacer lo que sientes y quieres. Empieza ahora; empieza ya.

Por cierto, ¿qué harías tú si te quedara un mes de vida?




Nota: Pueden ver la película que les digo en este mismo link (con subtítulos; ámenme): http://www.peliculas21.com/the-guitar/

lunes, 21 de marzo de 2011

Buena suerte


Ya sea el primero de colegio, o el primero de la universidad, el primer día de clases finalizado el verano siempre será, de alguna manera, destacable e inolvidable.

Todo empieza desde la noche anterior, en la cual llevas a cabo tu rutina nocturna diaria: haces zapping en la TV, te preparas para jugar World of warcraft, ves una rica porno o te sumerges en redes sociales como Twitter y Facebook. Y todo es felicidad hasta que, casualmente, te acuerdas de un “pequeño” detalle que te hace gritar internamente: “Puta madre, ¡mañana hay clases!” Cierras todo de mala gana y tratas de irte a dormir a una hora razonable (o sea, antes de las 12 o 1), pero estás tan acostumbrad@ a desvelarte hasta altas horas de la madrugada que comienzas a dar vueltas y vueltas a la cama, pones un poco de música para adormecerte el cerebro o te tomas un té de supuesto sueño profundo. Pero no hay nada que hacer: no tienes absolutamente NADA de sueño, así que te das por vencid@ y esperas “pacientemente” a que el puto se digne a visitarte. Al final, terminas durmiendo, si tienes suerte, un mínimo de 5 horas; si no la tienes, duermes o dos horas o no duermes ni un carajo y te apareces al día siguiente a tu primera clase con un look de oso panda o mapache y con ganas de desaparecer apenas has cruzado la puerta.

El primer día es básico para analizar absolutamente TODO a tu alrededor: si la universidad sigue tan fea/bonita como siempre, si los salones siguen con los mismos colores, si las flacas continúan vistiéndose como payasos o si ya aprendieron a combinar los colores, si los flacos siguen jurándose los papiriquis cuando no pueden estar más alejados de la realidad, si Panchita engordó o si Jacinto por fin embelleció, si ya despacharon al/la profesor(a) que te jaló en el curso, si han convocado a profesores churros para entretenerte en clase, si te tocará alguien conocido en el salón (de paso que te fijas si fuiste el/la únic@ tarad@ que jaló el curso y te puteas por haberlo hecho), si podrás hacer amig@s este nuevo año o si estarás autista como el pasado, etcétera.

Personalmente, yo a lo único que me dispongo hacer la primera semana de clases es a observar al/la profesor(a) y a mis nuevos compañeros de clase. Me fijo si la autoridad es un(a) cap@ o un(a) retrasad@ mental (y siempre, SIEMPRE si escribe bien) y si la gente del salón se ve atenta o más perdida que cachimbo en su primer día. También me doy cuenta de quién será la persona que nunca se callará en clase, quién debería no hablar nunca, con quién (no) debería juntarme para los trabajos grupales, a quién debo gilearme para hacer grupo y a quién no debo prestarle nunca mis útiles nuevos.

Casi nunca quedo satisfecha el primer día de clases, pero caigo en la cuenta de que, quiera o no, estos serán mis salones y así será mi vida universitaria por los siguientes cuatro meses, por lo que solo me queda putear y decir lo siguiente: “Buena suerte”.

jueves, 17 de marzo de 2011

Doble show


Realmente no sé qué es lo que hago con mis pantalones (sobre todo jeans y leggins) que, a los pocos meses de comprados, comienzan a deteriorarse por la entrepierna. Sin embargo, me niego a tirarlos a la basura y a gastar más de 60 soles por un buen jean, así que los sigo usando hasta que comiencen a atentar contra mi imagen (o sea, cuando enseñen mis celulíticas piernas o cuando muestren mis bombachas).

Ayer fue la excepción. Tenía el velorio del abuelo de una muy buena amiga del colegio, así que metí la guata, amoldé mis rollos de la cadera y luché para que me entrara un jean que no me ponía desde hacía un par de años. Después de derramar algunas lágrimas de sudor, me paré frente al espejo y me di cuenta de que, a pesar de que el pantalón me apretaba la vejiga (lo cual me iba a traer problemas más adelante, estaba segura), mi poto se veía bonito (tenía que decirlo), así que respiré profundo, ignoré mis escasas ganas de ir al baño, encendí el carro y fui en dirección a la casa de mi mejor amiga Ximena.

Sabía que el trayecto desde la casa de Ximena (San Borja) hasta la Medalla Milagrosa (San Isidro) era relativamente largo –sobre todo porque eran aproximadamente las 6:30 de la tarde–, pero estaba segura de que iba a llegar sana, salva y seca a la casa de mi Mamina, a una cuadra de la iglesia (había decidido estacionar ahí porque deduje, tontamente, que no iba a encontrar estacionamiento y que no habría baños en la iglesia).

ERROR. A dos cuadras de la casa de mi Mamina, sentía que estaba a punto de explotar. “Chavez, no la hago hasta la casa de mi abuela. Ya fue. ¡¡¡Se me sale la pichi!!!” Tratando de aguantar lo más que podía (porque me iba a dar cólera que no la haga faltando tan poco para llegar a la casa), le comenté a Ximena lo que se me acababa de ocurrir: “Si estuviera con pantalón negro me haría la pichi sin ningún problema y luego me bañaría en colonia, pero como estoy con jean, no me queda de otra de quitármelo y orinarme en mi calzón y encima del asiento”. Así que, haciendo caso omiso a las quejas de mi mejor amiga y recordando la primera vez en que me oriné encima, me bajé aparatosamente el jean y me percaté de que mis ganas de orinar habían disminuido considerablemente. “Era culpa del pantalón que me apretaba la vejiga. Ya no tengo tantas ganas de orinar”, le comento a Ximena. “Me alegro, Cavag. Por cierto, no sé si te diste cuenta, pero a tu lado, a pocos centímetros, hay una combi REPLETA de gente que no deja de mirarte”. Miré y, efectivamente, noté la mirada de un tío con cara de psicópata, una señora con cara de indignación y un flaco con cara de pocos amigos. “Qué chucha”, dije en voz alta.

El semáforo cambió a verde y aceleré como si fuera parte de una carrera a lo Fast and furious. En menos de cinco minutos había estacionado al frente de la casa de mi Mamina, pero ahora se me presentaba otro problema: no podía subirme el jean. “¡Puta madre! ¡Sube que ahora sí me orino encima! Chavez, ¡no me hagas reír y ayúdame!” Ximena, matándose de risa en mi cara, se acercó a mis yucas y comenzó a jalar el jean hacia mis caderas. “Cavag, es imposible. Tienes que bajarte del carro para que el jean pueda subir”. Miré hacia ambos lados y, como no vi a ninguna figura cercana, me bajé de Abelardo con medio poto al aire. A los cinco segundos, el jean volvía a apretarme la vejiga y a formarme un lindo potasio. Ximena, malogrando mi momento triunfante, me dice “Cavag, creo que debería decirte que hay tres señores detrás de ti y todos te están viendo raro”. “¿Ah, sí? Mira tú. Al parecer, hice dos shows en un día”.

Por cierto, les coloco esta imagen -como referencia- para que se hagan una idea de qué tan desesperada estaba por hacer pichi.

martes, 8 de marzo de 2011

Mujeres


Siempre me he considerado “término medio”; es decir, ni muy femenina ni muy machona.

Detesto el rosado, me depilo las piernas sólo en ocasiones especiales –a menos que comience a formarse una jungla de pelos–, me aburre ir de compras (si, casualmente, estoy en Ripley, Metro o Polvos y encuentro algo que me gusta, me lo compro; sino, vivo feliz con la misma ropa. En resumen: jamás me escucharás/leerás decir “¡vamos al Jockey Plaza de shopping, weona!”), no me maquillo jamás (salvo cuando me obligan en el trabajo o cuando tengo que asistir a un matrimonio o un evento “ficho”), no me llaman la atención las joyas y no puedo caminar con tacos (aun así sean de tamaño 2).

No me gusta mirarme mucho tiempo en el espejo (salvo para porquearme la cara y la espalda), detesto ir a la peluquería (por lo que voy cada cuatro meses), me incomoda que me miren directamente (a menos que sea mi flaco), me gusta insultar y putear de vez en cuando, como en menos de diez minutos y digo cosas fuera de lugar en cualquier momento –soy desubicada. ¿No te enteraste?

Maldigo los siete días en los que me visita Inés y me hincha como pelota, tener que ser yo (me refiero a “yo” como “mujer”; no se asusten) la que lleva la evidencia de haber tenido sexo sin protección en la panza (aunque lo agradezco, al mismo tiempo) y ser víctima de los “piropos” (que, en realidad, son vómitos orales) de cada macho con el que me cruzo en la calle.

Por todas estas cosas, a veces me pongo a comparar a los hombres con las mujeres y termino envidiando a los primeros. Me vacila su gran habilidad para aparentar las cosas o mostrarse indiferentes cuando, en realidad, están muriendo por dentro, la frescura de pasearse sólo con calzoncillo cuando se está a 30°, el hecho de no complicarse la vida en todo sentido y de dar respuestas exactas (para ellos, un “sí” es y será siempre “sí”), su sencillez, la simpleza y comodidad para hacer pichi (sólo se bajan el cierre y están listos para descargar; en cambio, es todo un trámite cuando yo tengo que hacer pichi).

Y, sin embargo, agradezco tener vagina en lugar de pene. Feliz día de la mujer, mujeres.