jueves, 24 de noviembre de 2011

Aventura desubicada


Me había dicho, en resumen, que no tenía quién lo recogiera del aeropuerto, así que yo, como siempre siendo una mezcla de buena gente y cojuda, me ofrecí a hacerlo.

Desperté el día de su llegada a las 10:30 am (él llegaba a las 12:15 pm), me conecté a Twitter y a Facebook y pedí a mis contactos que me ayudaran con la ruta más adecuada (me habían dicho una el día anterior, pero la había olvidado por completo) para ir desde mi casa hasta el aeropuerto.

Al final, la ruta para la segunda aventura desubicada de la semana fue la siguiente (gracias a los que me ayudaron, en especial a Andrés Viale, quien me explicó como si fuera una niña de 5 años):

“Vas a Javier Prado Oeste y sigues de frente. Pasas por el KFC de Las Flores y del semáforo volteas a la derecha. La calle se llama Pershing (y también Sánchez Carrión). Sigues de frente. En algún momento tendrás a tu derecha a la Residencial San Felipe. Seguirás de frente hasta pasar el Hospital Militar, a la derecha. Sigues de frente y cruzas por un puente por encima de la Avenida Brasil. Cuando bajes del puente, estarás en La Marina. Sigues de frente, cruzas la Avenida Sucre, sigues de frente, cruzas Universitaria (a la derecha tendrás el centro comercial de San Miguel), sigues de frente, cruzas la Avenida Escardó (a la derecha verás una enorme Hiraoka). A unas 10 cuadras más adelante (o menos), vas a ver un óvalo. Tienes que ir hacia la derecha. Esa avenida se llama Faucett y es la que te llevará hasta el aeropuerto”.

Terminé de apuntar la ruta en dos post-it y salí disparada porque ya estaba “un poco” tarde (eran las 11:50 am). Llegué a Javier Prado, pasé por el KFC, doblé a la derecha en el semáforo, seguí de frente (y sin percatarme en el nombre de las calles) hasta pasar por el mall de San Miguel y, sin darme cuenta, hice un movimiento brusco que hizo que ambos papeles “volaran” hasta el piso de los asientos de atrás. Obviamente, no recordaba qué chucha seguía luego.

Impidiendo que me invadiera el pánico, aproveché el semáforo en rojo, bajé la ventana y le pregunté al conductor de mi derecha cómo llegar al aeropuerto desde ahí. “Sigues de frente hasta llegar a Toyota y volteas a la derecha. Eso te llevará a Faucett”.

Después de avisarle a mi amigo que llegaría “algo” tarde, el primer aviso señalando la cercanía del aeropuerto comenzaba a asomarse, y luego el segundo y el tercero. “¡Bien, puta madre! ¡Llegué sana y salva y lo hice (relativamente) sola!”

Crucé la entrada del aeropuerto, le mostré los documentos al personal de seguridad y, acto seguido, me di con una gran sorpresa: el SOAT de mi carro había vencido a principios de mes.

Ya me parecía raro que nada había fallado ese día hasta ese momento.

La puntita


Tenía que ir a la casa de una amiga que vive en La Molina para hacer un trabajo.

Había ido la semana anterior en taxi porque Lucía me había dicho que tenía que subir un cerro y yo no me había animado a hacerlo con Morris. Pero como necesitaba plata para el fin de semana y no tenía ni un carajo, me alenté a mí misma para subir al cerro con mi carro, le pedí a mi madre plata para el supuesto taxi (perdón, mamá) y revisé una y otra vez el mapa que me había hecho mi amiga de cómo ir desde la UPC hasta su casa, en la Avenida El Cortijo.

Antes de salir, le pedí apoyo moral a los tuiteros y, después de varios minutos, ya estaba armada de valor para iniciar la aventura desubicada del día –la verdad es que me cagaba de miedo porque sentía que me perdería maleado, que Morris se pararía en plena subida de cerro o que, con la suerte que tengo, me pasarían ambas cosas.

Me dirigí al estacionamiento, busqué a Morris, lo encendí, salí del estacionamiento e inicié la ruta que me habían indicado: ir hasta la embajada de Gringolandia, seguir de frente hasta ver a la izquierda un Pardo’s Chicken y a la derecha el colegio Weberbauer, voltear a la derecha y subir el cerro asesino para primerizas como yo.

Y todo en orden hasta que llegué al inicio del cerro y vi su punta. Esa puta punta.

Bajé el volumen de la música para tener mayor concentración, cerré los ojos por un momento, respiré hondo y, obviando aquella imagen lejana de los carros subiendo hasta la punta (que me hizo recordar a una montaña rusa), avancé.

Seguí subiendo y rogando llegar de una maldita vez hasta la punta hasta que una parte de mi predicción amenazaba con cumplirse: por más que pisaba el acelerador, me di cuenta de que Morris se negaba a avanzar y que estaba a punto de quedarse quieto en plena subida de cerro. “¡No me hagas esto, puta madre!” Para evitar entrar en pánico, decidí apagarlo, esperar unos minisegundos, volver a encenderlo, pasar a primera y no moverme de segunda hasta haber llegado a la punta del cerro que ya comenzaba a odiar.

Menos de diez minutos después, cuando ya comenzaba a sentir que se me iba la vida subiendo el cerro y estaba a punto de ver a Judas calato, había llegado a mi destino.

Sin embargo, aproximadamente a las 7 de la noche se me había presentado otro reto: bajar del cerro asesino, evitar quedarme dormida (había dormido 3 horas ese día), ignorar mi estómago rugir del hambre (no había almorzado ni media galleta) y aguantarme las ganas de hacer pichi en el carro.

Y al final, no sé cómo, ya estaba de vuelta en mi casa a las 7:40 pm, sana y salva, y con una seria afirmación: “A ese cerro no voy más”.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Situaciones vehiculares


Siempre he pensado que manejar supone estar en constante carrera y competencia con los demás carros, ya seas el piloto, el copiloto o el pasajero.

Cuando eres el pasajero, observas detenidamente (al menos, yo) el exterior e interior del carro en donde te moverás a continuación. Si es público (hablando por experiencias cercanas a mi persona), te puteas a ti mismo(a) porque trasladarte de esta forma es tu única opción; si es privado, “sacas cachita” con la mirada a los que se transportan en un medio público. Al fin y al cabo, tú estás más cómodo(a), escuchando mejor música y llegarás más rápido que ellos (en la mayoría de casos). Y lo común en ambas situación es que exijas al conductor más rapidez para llegar más rápido a tu destino y ganarle a los otros carros.

Cuando eres el copiloto, te sientes en la zona V.I.P. Puedes subir y bajar la luna a tu antojo, cambiar la estación de radio (si tienes suerte), adoptar una posición más cómoda, hacer tus cosas sin que nadie se cruce en tu camino. Y nunca falta la miradita que dice “mira en qué me transporto yo y mira en qué te transportas tú”.

Cuando eres el piloto, tú controlas la situación. Manejas como y a la velocidad que quieres, escuchas la música que quieres y tomas la ruta que quieres. Dos situaciones ocurren aquí: la primera, el gileo entre carros, que ocurre, normalmente, con los carros detenidos a tu costado en el semáforo rojo. Primero miras el vehículo completo (como si estuvieras viendo a una persona de pies a cabeza) y luego al piloto. Pueden ocurrir dos reacciones: que una sonrisa sensual se dibuje en tu rostro o que voltees la cabeza en el acto, sin intención de voltearla de nuevo. La segunda, la carrera. Ese momento en el que los pilotos de los carros de los tres carriles esperan atentamente el cambio de semáforo rojo a verde, deseando ser el primero en arrancar y ganar la carrera. Faltando segundos para el cambio, ya comienzan a sonar los motores preparándose para arrancar. Al final, el resultado es un chiste, porque el que menos se prepara suele ser el ganador.

Quién lo diría.

lunes, 7 de noviembre de 2011

"Qué rápido se pasa el tiempo"


El sábado pasado, acompañé a mi papá a una actuación de su colegio por la celebración de los 75 años de la comunidad italiana (o algo así).

Y mientras salían a “bailar” los critters del colegio disfrazados de abejas, yo me puse a jugar con el tiempo (tampoco es que la actuación haya estado entretenidísima).

Comencé divagando, pensando en lo rápido que se pasa el tiempo y en cómo, a veces, no nos damos cuenta o no lo sentimos.

Miré a mi derecha, a mi papá, y retrocedí, mentalmente, 46 años, época en la que mi padre contaba con 7 años. Me lo imaginé sin bigote (claro) y con muchos menos centímetros y kilos en su cuerpo, actuando en ese mismo escenario, con un disfraz adorable y música de la época de fondo, para mi Nono –vivo en ese momento– y para la Mamita Leti –con menos locura en su interior–. Sonreí y sentí una lágrima formándose en mi glándula lagrimar (o donde chucha se formen las lágrimas).

Luego me imaginé a mí misma con 7 años, actuando en el escenario del auditorio de mi colegio, con mis papás y demás familia viéndome hacer el ridículo. Miré de nuevo a mi papá y dije, en silencio, "seguro él está pensando lo mismo que yo". Volví a sonreír y sentí la lágrima amenazando con caer.

Finalmente, me centré en mí. En cómo, en ese momento (a mis 21 años y en el 2011), me encontraba viendo la actuación de hijos de desconocidos, y que quizás la próxima vez que pisara el auditorio de un colegio sería para ver la actuación de mis propios hijos. Sonreí y la lágrima cayó.

Y en el carro, camino de regreso a casa, le comenté a mi papá lo que había estado pensando toda la noche: “Qué rápido se pasa el tiempo, ¿no, pá?”

“Demasiado, hija –me respondió él, tomándome la mano–. Demasiado”.

Sabía que él también había estado pensando lo mismo.