sábado, 6 de marzo de 2010

Frases célebres de chicas comunes y corrientes


(Conversaciones que incluyen a A, AL, MF, M, S, P y X. En algunas ocasiones, a Intrusas también)


I. "Pequeña" confusión

M: Johnny Depp es demasiado. ¡Lo amo!
S: ¡Yo también! Me encanta cuando sale en Piratas del Caribe.
AL: A mí me gustó en Charlie y la Fábrica de Chocolates.
A: A mí en Sweeney Todd.
X: ¡A mí me encantó en Troya!
TODAS: ¿¿¿TROYA???
X: ¡Sí! ¿Él no actúa como Paris?
TODAS: ¡¡ESE ES ORLANDO BLOOM!!


II. Mucho pucho

P: Porque tú eres lo que yo más quiero (8)
A: Tú eres mi luna, mi cenicero (8)
P: ¡"Mi sol, mi cielo", estúpida!
A: ¡Ay, chucha! Con razón me sonaba raro...


III. Películas de ¿terror?

I: La saga de Saw es buena.
A: No me llama mucho la atención. Tampoco me gustan las películas de Jason X o Freddy Krueger.
X: A mí no me gustan las películas de Rocky.
TODAS: ¿Rocky Balboa? ¡Eso no es terror!
X: Ay, es que a mí me dan miedo...


IV. Probando la inteligencia

1) A: Construcción debajo del agua.
X: ¡Puente!

2) A: Cerdo salvaje.
X: ¡Chancho!

3) A: Pájaro grande y negro.
X: ¡Colibrí!


V. Ignorancia temporal

A: ¿Vamos al Kilimanjaro?
S: ¡Sí, vamos de expedición!
A: ¿Expedición?
S: ¡Sí! Al Monte Kilimanjaro, pues...
A: ¡Yo me refería al restaurante Kilimanjaro!


VI. Sospechosos del DVD

P: ¡Acabo de ver a dos patas en la esquina de tu casa persiguiendo a una chica con una pistola!
A: ¿Estás segura?
P: ¡Sí! Estaban por aquí... ¡Esos son!
A: Pierina, la "pistola" es un DVD.


VI. Insensibilidad conejera

P: Jose Mario me regaló un conejito lindo por mi cumple, pero se murió al día siguiente. Lloré toda la noche de la pena.
MF: ¿De la pena? Yo también hubiera llorado...¡pero de la vergüenza!

lunes, 1 de marzo de 2010

Crónica de una desubicada en Europa - Alemania/Perú


Yo pensé que uno, cuando viaja a otro país, comienza a extrañar a su gente desde el momento en que pisa suelo desconocido, o bien, desde que se sube al avión. Pero ese no fue mi caso.

Llegué a Alemania y me adapté casi al instante, pero sin dejar de lado algo que todo peruano siente, en algún momento, cuando sale a la calle. Y ese algo se llama MIEDO. Así, pues, fueron pequeños los detalles que me hicieron dar cuenta de que Europa es un universo completamente distinto al Perú (no meto a otros países de Latinoamérica pues no he estado en ellos).

Ejemplo número 1: apenas entro al carro de mi padrino, me dedico a ponerle seguro a cada una de las puertas, por puro instinto. Al terminar, siento su mirada postrada en mí. "¿Por qué me miras?", le pregunto. "Espérate unos días y te darás cuenta de que lo que acabas de hacer te sirve en Perú, pero acá no", me responde. "Sí, cómo no..."

Ejemplo número 2: estoy a punto de irme a dar una vuelta con Petra, la esposa de mi padrino, y me percato de que ha dejado la puerta del garaje abierta. "¿No la cierras?" "No, no pasa nada", me dice. "¿Que no pasa nada? ¡Pero esta tía está loca! Vamos a regresar y el garaje estará vacío". Me equivoqué. Como la mayoría lo supuso, cuando regresamos, el garaje estaba intacto.

Han sido, principalmente, dos cosas las que me han llamado más la atención de los alemanes: 1) saber -y tener la seguridad- que uno puede dejar algo valioso afuera de su casa y encontrarlo en el mismo estado al día siguiente, 2) saludarte con extraños en la calle.

Caso contrario al Perú, si dejara los perfumes de Carolina Herrera que posee mi hermana mayor, Andrea, afuera de mi casa por un día, sé que a la mañana siguiente no encontraré siquiera una gota de dichosos líquidos. En el otro caso, y al menos en el mío, yo no me saludo con extraños cuando recorro las calles de Lima. Si alguien lo hiciera, mi primera reacción sería que me quieren robar o, en otro nivel, simplemente preguntar por alguna dirección (como si yo les fuera a ser de gran ayuda).

Pero algo que no deja de sorprenderme es que los alemansitos no son tan mansitos como pensaba. Prepárate para leer esto, Cheli, porque aquí las niñas dejan de serlo a partir de las 12 años. Y no, no me refiero a que a esa edad les viene el periodo. Me refiero a que, a esa edad, los no-mansitos les quitan su inocencia (se entiende, ¿no?). Claro, uno podría decir que se trata de un "simple" liberalismo. Pero, en cuanto a mí se refiere, AL CARAJO CON EL LIBERALISMO. ¿¿¿Cómo una madre -o padre, mejor dicho-, en su santo juicio (aunque, pensándolo bien, diría que ya lo perdieron hace tiempo), permite que su hija de 12 años, si es que no es antes, se quede o invite a su enamorado a dormir en la casa??? ¿¿¿Cómo están tranquilas preparando la cena, viendo su novela, lavando la ropa, mientras su hija está arriba jugando al doctor??? Ni al caso; cada uno con su locura.

Alemania, me encanta, es cierto. Me fascina la nieve y el viento helado, forrarme como tamal por tanta ropa y, aun así, cagarme de frío, los árboles verdes y blancos, la confianza y el respeto entre la gente... Pasé las tres primeras semanas de mi aventura viajera tan fascinada con Europa que por mi mente pasaban muy pocos episodios de mi vida en Perú. Comencé a preocuparme. "¿Qué me pasa? ¿Por qué no extraño a mi gente como debería? ¿Acaso soy una ingrata de mierda a quien no le importa nadie?" Felizmente, esta preocupación cesó el lunes 15 de febrero, 4 días antes de mi regreso a Lima, el cual me lo pasé extrañando a mi Inca Kola, mi Chocman, mi Bembos, mi chifita, las combis, los colores, la risa de papá, la inocencia de mamá, los gritos de Andrea, las estupideces de Arianna, las enfermedades inexistentes de la Mamita Leti, la ternura de la Mamina, las alertas del Nextel, los mails con mi grupo para coordinar las salidas del fin de semana, la música latina, las películas y series en su idioma original y subtituladas... En fin.

Hoy es miércoles 17 de febrero y sigo extrañando y añorando a todos y a todo. Pero, al mismo tiempo, me encuentro con todas las ganas posibles de aprovechar mis últimos días en este mundo desconocido y, como dijo mi tía Erika, renovada para mi "temporada 2010" y con una nueva visión de la vida frente a mí, que antes no veía o valoraba.

Agárrense que ya llego.

Crónica de una desubicada en Europa - Francia/Inglaterra


Hoy es martes 9 de febrero y me encuentro nuevamente en Schöneck, Alemania, recordando mis últimas vueltas por Europa.

Recuerdo París y se me vienen, instantáneamente, dos palabras a la mente: soledad y discriminación -no intento ser dramática ni buscar la compasión de nadie; sólo trato de explicar lo que sentí-. Llegué al aeropuerto de Charles de Gaulle sin prisa y sin nadie que me recibiera con una sonrisa. Lo que recibí, en cambio, como bienvenida a este mundo desconocido, fue la mirada de cientos de ojos parisinos que exigían una explicación por parte de esta nueva intrusa en su casa. Y, lamentablemente, esta mirada se quedó conmigo hasta el final de mis días franceses. Desperté a la mañana siguiente preocupada y con dolor de cabeza por culpa de las tantas incógnitas que me atormentaban: ¿Adónde voy? ¿Cómo me movilizo? Pero, sobre todo, ¿¿CÓMO ME COMUNICO?? Así, pues, un viejo celular, tres guías de la ciudad y la frase "bonjour, do you speak english?" se convirtieron en mis fieles compañeros. Si encontraba a alguien que hablaba inglés, estaba salvada; si no, cagada. Por otro lado, sentí miedo. Miedo por los miles de kilómetros que me separaban de mis peruanos y alemanes, miedo por lo desconocido, miedo de la gente. El cambio de Schöneck a París había sido tan rápido que recién me chocó un día en que no encontraba mi hotel a las 18:30 de la tarde, con un frío que me congelaba el culo y un depravado persiguiéndome hasta la entrada de mi hotel. Aparatosamente, conseguí sobrevivir los cuatro días que estuve en París, solo para regresar a Schöneck y volver a volar a otro mundo desconocido.

Paris, Francia. Febrero 2010.


Recuerdo Londres y una sonrisa se dibuja en mi rostro automáticamente. A la mierda con París, a la mierda con Génova y a la mierda con Schöneck (con el respeto a mis parientes). Me encontraba en Inglaterra, tierra de The Beatles, Coldplay, Queen, Oasis, Harry Potter, el british accent. Igual que en París, estaba en una tierra lejana y desconocida, sin papi ni mami, sin amiguitos ni amiguitas. Estaba completamente sola, pero me importaba un pepino. Me acomodé y adapté instantáneamente y me enamoré de la gente, de los parques, del clima, del underground, del fish and chips, de los buses, de la phone booth. Y me enamoré tanto que la inocente idea de mudarme allá golpea mi conciencia hasta el día de hoy.

¿Alguien me acompaña?

Londres, Inglaterra. Febrero 2010.

Crónica de una desubicada en Europa - Italia

(Les sugiero que se acomoden porque esta me salió larga)

Lunes 25 de enero del 2010.

Apenas tres días después de haber pisado suelo alemán, tengo que volver al aeropuerto y tomar ahora dos vuelos: uno de Frankfurt a Roma y otro de Roma a Génova. Ambos vuelos duran menos de dos horas cada uno, pero, aun así, la idea no me entusiasma ni me hace contar los días como debería.

10:30 am. Aunque mi vuelo sale a las 11:15 am, llego al aeropuerto más temprano para hacer el check in y otros. Observo a la gente. Hay de todo: chinos, musulmanes, norteamericanos, españoles, africanos. Van con su pareja, su compañero de trabajo, su familia, sus amigos... En fin. Cada uno camina con alguien diferente, pero es exactamente esto lo que los iguala: todos cuentan con otra compañía. Por lo tanto, e instantáneamente, me siento alejada de los demás. Y me enorgullezco por ello, aunque, por dentro, me cague de miedo y siga gritando "mamá".

10:45 am. Justo antes de que sea mi turno, la señorita nos informa que hay una posibilidad de que cancelen el vuelo y que no hará más check in hasta saber más. "¿Qué carajo has dicho?", pienso.

11:30 am. Con mi conocida cara de culo, observo a todos los demás pasajeros, con diferente destino, dirigirse a sus respectivas puertas para abordar su avión. Y justo antes de morderme el labio y hacerme la décima herida de cólera, la susodicha nos llama. Es mi turno. "Buon giorno", nos saludamos mutuamente. "Pasaporto, per favore", me dice. "Anmgsjaefga gsdgdg fdsd?" ¿Entendieron? Yo tampoco. Y la misma cara que pusieron al leer eso la puse cuando la susodicha volvió a dirigirse a mí. "Parla italiano?", pregunta. "No, I don't". Podría haber respondido en alemán, pero supuse que después usaría esas palabras complicadísimas que sólo los alemanes y un buen estudiante entienden. "You're italian but you don't speak italian?" "¡Sí, mierda! ¡Cállate y dame mi pasaporte!" Mi reacción externa es de cólera, impaciencia y disgusto; la interna, la más intensa, es de pura vergüenza. "The planes leaves at 14:00. Be at gate D23 sooner". "Ok", le digo sin agradecer. Subo al segundo piso, donde está el food court, y me percato de que la situación es la misma que la de abajo: un X acompañado de Y y de Z a veces.

13:00 pm. Camino hacia la puerta 23, pero antes me detengo en la pantalla que señala los vuelos y sus horas. "A ver... Vuelo AZ403, de Frankfurt a Roma, vía Alitalia, salida estimada a las 14:00, puerta 23... ¡Perfecto!" Llego a la puerta 23 y me siento a esperar la llamada del vuelo. Apenas unos minutos más tarde, llega una señora, también con destino a Roma, anunciando que se había demorado el vuelo y que ahora saldría a las 16:00. "¡Puta madre! Y a las 16:00 nos dirán que saldrá a las 18:00, y a las 18:00 nos dirán que el vuelo se ha cancelado hasta próximo aviso". Percibo una gota de lágrima, pero me contengo. Saco un libro (gracias, Dios mío, por concederme el gusto por la lectura) y me acomodo en el asiento que aplasta mis huesos. El tiempo vuela.

16:30 pm. Por fin, después de no sé cuántas horas, me encuentro sentada en el avión que me llevará a Roma. Me acomodo y saco mi libro. Nuevamente, el tiempo vuela.

19:00 pm. Estoy en Roma sin tiempo para nada. El vuelo sale a las 20:00, pero el boarding time es a las 19:35 pm. "Por favor, ¡que esta vez no se demoren!" No se demoran en "chequinarnos", pero vuelven a tardarse una eternidad en despegar.

Son las 21:20 de la noche y estoy, POR FIN, en el aeropuerto de Génova. Estoy tan cansada que apenas entiendo los mensajes en inglés. "Solo falta mi maleta y listo". Pero la maleta nunca llegó. Me dirijo a Lost and Found y de frente suelto palabras en inglés. "No, miss. We don't have any baggage coming from Frankfurt. It must be still in Rome". Me aguanto las lágrimas hasta después de firmar el papel para encontrar mi maleta. Me alejo de aquel italiano y me dirijo rápidamente al baño, en donde me desmorono. Una, dos, tres lágrimas. Pero no por la maleta, sino por el día de mierda.

Hoy es miércoles 27 de enero del 2010 y me encuentro en el balcón del departamento de los Cavagnaro en Via Malvaro, completamente sola, escribiendo esto y recordando la noche anterior, cuando Diana, Edo y yo nos despedimos de Carla para irnos a dormir. Luego, Diana y Edo se despiden de mí, dejándome sola en el pasillo. Al poco tiempo, alguien apaga las luces y me deja en una oscuridad total. Tanteando, busco el interruptor hasta encontrarlo. Me dirijo al número 14 y meto la llave. No entra. "Por favor, no..." Pero ni mil por favores harán que se abra la puerta. "¿Qué número es, entonces? ¿13? A ver... No. ¿Y 12? Tampoco. Es 14, estoy segura. Debo de haber puesto mal la llave. Mierda, ¡no entraaaa!" Antes de romper la llave, me establezco dos opciones: 1) probar la llave puerta por puerta (en total, 30 putas puertas) o 2) tocar el timbre de Diana y preguntar por el número. Elijo la segunda opción. Muerta de vergüenza, le comunico a Diana que estoy perdida. "Por tercera vez: Carla es el número 7, yo el 17 y tú el 11". Le agradezco y le doy la espalda. Antes de cerrar mi puerta, escucho lo último de la noche: "Y así piensa irse sola a París y Londres. No sé cómo va a hacer".

Yo tampoco, Dianita.

Recen desde ahora.

Porto Vecchio, Génova. Enero 2010.

Y el video correspondiente:

Crónica de una desubicada en Europa - Alemania


Hola, hola.

Se me ocurrió la idea de escribir este mail con varias continuaciones para contarles cómo me está yendo.

Empecemos con el día en que empezó todo: un 20 de enero del 2010. Para mí, era un día común y corriente. Me desperté como si nada interesante ni importante fuera a pasar durante todo el día. No entendía las llamadas de "que tengas un buen viaje" o "pórtate bien, carajo". Pensaba que el mundo se había vuelto loco y que yo era la única cuerda. A las 4:30 de la tarde llegó un taxi a mi casa. Yo seguía sin entender. "¿Para quién es el taxi? ¿Quién se va? ¿A dónde? ¿Por cuánto tiempo?". Todas estas incógnitas fueron respondidas en el momento en que una misia y delgada lágrima resbalaba por mi mejilla al momento de abrazar a mi madre y crecía en cantidad y grosor al pasar a mi Mamina, papá y hermanas. "El taxi era para mí. Yo me voy a Europa por un mes".

Me encontraba en la fila de inmigración, aún con los ojos llorosos. "Un mes sola. Soy el ave que voló de su nido" (sí, Andrea, Arianna y grupo: así de cursi y sensible estaba).

Sentada ya en el asiento del avión que me llevaría de Lima a Madrid, no podía dejar de mirar fijamente a la ventana y gritar internamente "mamá". Pero ni mamá ni ninguno de mis peruanos iría a mi rescate. Así que, por fin, la realidad me tocó: Chau, peruanos. Hola, europeos. Chau, calor. Hola, frío. Chau, dependencia. Hola, independencia.

Después de unas eternas 16 horas, me encontraba en la congelante Alemania. Una Alemania bañada en nieve que parece espuma, con pobladores vestidos como si estuvieran en el Polo Norte. La mayoría carga una seria mirada, pero cuando una palabra sale de tu boca, una sonrisa se dibuja en su rostro. Ayer, jueves en la noche, tuve mi segundo contacto con un alemán, cuando este tocó el timbre de la casa con la caja de pizza en las manos. "Hola", le digo sonriendo. "Hallo", me responde con la misma sonrisa.

No sé cómo ni por qué, pero ya me siento en casa. Miento. No exactamente en casa; creo que la palabra más adecuada sería "cómoda". Solo me invade el alienalismo al momento de entablar una conversación. Y mi alienalismo se llama "espinale", una mezcla de español con inglés y alemán.

En fin, esta aventura recién comienza. Así que, de seguro, estaré llenando sus bandejas de entrada por los siguientes 28 días (o espero).

Hasta la próxima, amiguitos y amiguitas.

Feldberg, Alemania. Enero 2010

NOTA: Hoy es domingo 24 de abril del 2011 y recién se me ocurrió acompañar este post con el video que grabé. Sí, ya sé que ha pasado más de un año, pero más vale tarde que nunca, ¿no?


Crónicas desubicadas


Gracias a mi padrino y a mis padres, tuve el privilegio de estar en Europa desde el 21 de enero hasta el 19 de febrero del 2010.

Amo escribir, como ya se habrán dado cuenta, pero escribir sobre lo mismo o tener que repetir los mismos acontecimientos una y otra vez me altera el sistema nervioso, por lo que decidí mandar semanalmente un mail estilo crónica a todos mis peruanos que dejé atrás durante este periodo.

Aquí les van.

Los Matadores


No soy fanática al 100% de The Killers, así que si esperas una crónica que hable exclusivamente sobre el concierto, te recomiendo que dejes de leer ahora mismo.

Después de la increíble presentación de Oasis en marzo de este año (2009), me quedé hambrienta por más: más conciertos, más noches locas, más desinhibición de los peruanos. Pero nadie interesante (para mí, al menos) venía, hasta que, un día de octubre, si no me equivoco, Conciertos Perú volvía a anunciar algo descomunal: The Killers en Lima. “Human, Spaceman, Read my mind¿Por qué no?”, pensé. Para mi buena suerte, y gracias a una amiga –he preferido no decir su nombre para evitar que alguien más la ataque, como yo lo hice–, se me presentó la oportunidad de ir al concierto de “Los Matadores” gratis. El plan era sencillo: esperar a que la jefa de mi amiga le mandara un mail diciendo que se necesitaban acomodadores para el evento y listo.

Este dichoso mail no llegó sino hasta el mediodía del miércoles (un día antes del concierto), cuando todas mis esperanzas de ir estaban más que aplastadas. Orinando de la emoción, marco el número de Bruno para darle la noticia y pedirle su DNI (requisito para entrar a la lista de acomodadores). Primera marcada: celular sin contestar. Segunda marcada: celular sin contestar. Tercera marcada: celular apagado. Carajo. Antes de entrar en pánico, trato de comunicarme con Manuel. “Estoy a punto de comprar mi entrada con Santiago, sorry”, me dice. Que se jodan los dos. Si tengo que ir sola al concierto, entonces iré sola. Decido volver a marcar el número de Bruno. Vuelve a no contestar, pero recibo un mensaje suyo en su lugar. Ya está todo: en 15 minutos nos encontraremos para ir al estadio lo más temprano posible (así nos ubican en las mejores zonas).

Llegamos al Monumental a la 1:40 de la tarde. Yo, con un humor de perros; él, resentido. Mientras esperamos a reunirnos con las organizadoras, me percato de la infinidad de fanaticada que hay haciendo cola, cuando todavía falta una eternidad para que comience el concierto, y me pregunto si, algún día, existirá un artista o alguna banda que me apasione de esa manera. Minutos después, llegan las organizadoras y se disponen a colocarnos nuestros brazaletes que dicen «Bebidas y alimentos – The Killers». Ya adentro del estadio, nos asignan las tareas que deben hacerse a cada uno. A Bruno y a mí nos toca lo más sencillo: vender el merchandising oficial de la banda (con “oficial” entiéndase a pósters manchados y polos de los que se pueden encontrar, sin ningún problema, en Gamarra). Después de varias horas de agonizante calor y caminatas de aquí para allá, a las 5 de la tarde aparecen los integrantes de The Killers para ensayar unas cuantas canciones. Dejo lo que estoy haciendo y los observo detenidamente por un momento: no soy su fan; sin embargo, me siento privilegiada por estar tan cerca a ellos. Una hora más tarde, las puertas del Estadio Monumental se abren, originando la escena más divertida del día: una decena de fanáticos corriendo a toda velocidad para ubicarse en la primera fila, y cada uno de ellos con un particular estilo de corrida. Uno corre como si tuviera hormigas metidas en el pantalón, otro corre como si el piso le achicharrara los pies y otro corre como si estuviera en la maratón de su vida. Me hacen acordar al guepardo cuando persigue a su presa, la gacela. Y lo entiendo: esa noche, los papeles se invierten: el público es el asesino y The Killers, la presa.

A las 6:30 p.m., la banda se esfuma del escenario, haciendo que regrese el jodido aburrimiento. El tiempo pasa tan lento que siento como si hubiera estado todo el día encerrada en el estadio. A las 8:20 p.m., el Monumental comienza a llenarse ligeramente y los primeros compradores comienzan a asomarse a nuestro stand. Poco después, me encuentro con el siempre carismático Manuel, personaje vaya a donde vaya. Le hago saber que estoy con cámara en mano y, como me lo esperaba, aparece su sonrisa de ángel (o, al menos, un intento de). “Mira, si te pones acá, hay mucha luz y se me ve bien. Hola”, me dice con voz “seductora”. Ay, amiguito, ¿cuándo cambiarás? (acabo de leer esa última oración y, pensándolo bien, no me hagas caso).

A las 9 de la noche, la banda nacional Autobús, de la cual nunca antes había escuchado hablar, se apodera del escenario por poco menos de una hora. Faltando pocos minutos para las diez, todos los componentes de la noche toman sus respectivos lugares: los bomberos y VIPs se colocan en las esquinas de cada zona, adoptando su conocida posición de guardaespaldas; el personal (vendedores, acomodadores, cuidadores) se queda en su sitio, asegurándose de no perderse ni un minuto de lo que vendrá a continuación; los fanáticos se juntan exageradamente unos a otros, formando una gran masa de grasa y de sudor. A las diez en punto, el último componente de la noche se adueña del escenario desde el momento en que las yemas de sus manos rozan sus respectivos instrumentos hasta el momento en que se despegan de estos.

Y así sucedió otra mágica noche en este país. The Killers ofreció lo mejor de su repertorio, empezando con Human, pasando por Mr. Brightside, All these thing’s that I’ve done, entre otras, y terminando con When you were Young, y con el vocalista, Brandon Flowers, soltando frases en castellano en alguna que otra ocasión, siendo la más importante «¿tu corazón sigue latiendo?». Sí, Brandon, esa noche, todos los corazones latían, pero por ti. Finalmente, después de estar doce horas en el estadio, caminar todo el día y vender productos a individuos con comportamiento animal, llego a mi casa tarareando la afirmación más famosa de la noche: “I got soul, but I’m not a soldier”.

Orgasmo musical


Solo había ido a dos conciertos antes en mi vida. El primero fue al de Chayanne, al que, aunque en ese momento estaba “de moda” y ese día me divertí, ahora me avergüenzo por simplemente recordarlo. El segundo concierto fue el de Alanis Morissette, de quien me había enamorado por temas como Thank You y U Oughta Know. Además, la noticia de que vendría una artista como ella a un país donde para la mayoría de extranjeros no pasa de incas y de Machu Picchu era casi irreal, de modo que, para comprobarlo, rogué a mi papá para que me llevara al concierto de la canadiense con pelo largo y boca de caballo (así la conocía de chibola). Decepción fue la mía cuando la tuve frente a mí con un pelo que le llegaba a la altura de los hombros. A pesar de ello, el concierto fue genial, y no me importó el hecho de que, esa noche, Alanis fue la creadora (que yo sepa) de una frase que ya ha sido usada por otros artistas extranjeros: “Thank you, Brasil/Chile/cualquier otro país menos Perú”.

La irreal noticia de que vendría un importante artista al Perú se repitió en febrero del 2009, cuando Conciertos Perú anunciaba la llegada del grupo británico Oasis en marzo a la capital. Sentí un cosquilleo que me invadió todo el cuerpo y, automáticamente, me dije a mí misma: “A ese concierto voy como sea”.

Pasaron un par de días y me di cuenta de que muy pocas canciones conocía de Oasis (no pasaba de Wonderwall y Don’t Look Back in Anger), pero estaba tan encaprichada que eso era irrelevante. No podía creer que un grupo de tan alto calibre vendría a este mediocre país en poco tiempo. Por otro lado, era lógico que Oasis nunca más regresaría al Perú, así que mis caprichos, mis ganas y mis ruegos hacia mi padre crecieron. El resultado fue el que quería y más: no solo iría al concierto de Oasis, sino que iría a la zona más cercana al escenario.

Después de estudiar todos los álbumes y el posible setlist, estaba más que preparada para saltar y gritar a todo pulmón las canciones de los hermanos Gallagher. Volví a recordar mi niñez, como cuando cuentas ansiosamente los días que faltan para tu cumpleaños o para Navidad. Ahora, a mis 18 años, me encontraba contando las horas para tener en frente de mí a Liam y a Noel.

30/04/2009. Tres horas, dos horas, una hora. Casi sin darme cuenta de la noción del tiempo, me encontraba en la décima fila de la zona Wonderwall, esperando a que llegara el momento mágico. A las 07:50 p.m., para empilar a la gente, los organizadores (supongo que fueron ellos, pero, en realidad, no me importa), lanzaron la jodidamente alucinante Bittersweet Symphony de The Verve. “No hay duda de que esta noche será inolvidable”, me dije a mí misma. Terminada la canción, a las 8 en punto de la noche, una voz masculina anunciaba a la banda nacional Turbopótamos como telonera. Me doy cuenta de que me había olvidado de ese “pequeño” detalle. Mi enojo regresaba. ¿Cómo coño iba a tener teloneros Oasis? Tenía mis insultos preparados en la punta de la lengua, pero me los atraganté al darme cuenta de que su música y presentación no estaban nada mal. Después de deleitarnos durante una hora exacta, el vocalista de Turbopótamos pronunciaba las palabras que todos esperábamos escuchar: “¿Están listos para la mejor banda de rock de los ‘90s?”. Por segundos que parecieron eternos, el silencio impregnó al Estadio Nacional. Luego, el público estallaba de la emoción en el preciso momento en que las figuras de Liam y Noel Gallagher aparecían por detrás de las cortinas y tomaban sus respectivos lugares en el escenario. Ya ubicados, Rock ‘N’ Roll Star comenzaba a sonar y a meterse en los poros de la audiencia. En mi opinión, no podrían haber dado un mejor inicio a la noche.

El concierto continuaba y, así, se escucharon temas como Lyla, The Masterplan, Songbird, entre otras. El calor del público y el olor a marihuana eran insoportables, pero nada, absolutamente nada, importaba: no iba a dejar que nada ni nadie me malograra la mejor noche de mi vida. Siguieron más canciones, hasta llegar a mi primer momento mágico de la noche: Liam abandonaba el escenario para dejar solo a Noel, quien cantaría una de mis canciones favoritas: The Importance of Being Idle. Empilada, soltando mis gallos y agitando los brazos como loca, cantaba esta canción a todo pulmón, convencida de que no sería la única. Pero, ¡oh, sorpresa!: fui la única. Esto tampoco me importaba. Si todos tienen una noche para actuar fuera de sí, entonces esta era mi noche. Más y más canciones se escucharon, hasta que llegaba el momento de un pequeño descanso.

El público, hambriento de Oasis y casi sin poder contenerse, reclamaba la espectacular Live Forever. Esta canción nunca llegó, pero Liam tenía la respuesta precisa y llena de soberbia para consolar nuestras penas: “You too”. Segundo momento mágico de la noche.

Más saltos, más soltadas de gallos y más actuación de locos se producían cuando Liam regresaba al escenario, se acercaba al micrófono y anunciaba Wonderwall, seguida de la espasmódica Supersonic. El concierto estaba llegando a su fin, pero estaba convencida de que lo mejor estaba a punto de llegar. Y así sucedió, el tercer y último momento mágico de la noche: Liam volvía a abandonar el escenario y Noel salía junto a su guitarra para rendir al público a sus pies. Se venía el momento más increíble de la noche, estaba segura. Noel, con una sonrisa dibujada en el rostro, pronunciaba las siguientes palabras: “Are you in the mood for singing?”, seguidas de uno de sus acordes más conocidos. La letra de Don’t Look Back in Anger hacía empilar a las más de 40 mil personas que habían en el estadio. Por mi parte, estaba tan entusiasmada que podría haberme orinado de la emoción y agarrado al gigante de dos metros que tenía delante de mí. Nunca he tenido un orgasmo, pero estoy segura de que la sensación que me invadió en ese momento no estuvo tan alejada.

Terminado el éxtasis, Oasis tocaba Falling Down, Champagne Supernova y, la última canción de la noche: I Am The Walrus, el famosísimo cover de The Beatles. Perfecto final para una perfecta noche.

De esta manera, y después de dos horas que parecieron dos segundos, Oasis terminaba su concierto y, con él, la mejor noche de mi vida.

El último día de Catalina


(Ejercicio de lenguaje figurado para el curso de Taller de Técnicas de Expresión Escrita de la UPC)

Son las 3 de la mañana y Cayetano por fin decide acostarse tras un agonizante día. Apenas se recuesta en la cama, suave como un algodón de azúcar, los recuerdos de la jornada irrumpen en su mente y lo mantienen en vigilia, cual hombre lobo en noche de luna llena. Lentamente, Cayetano es víctima de la desesperación.

Primer recuerdo: Cuatro de la tarde en punto, Cayetano se dirige a la oxidada casa de Catalina con el propósito de pedirle de vuelta su saco marrón, su cámara de fotos y su libertad. Duda unos segundos antes de sacar una mano del bolsillo, pero decide tocar el timbre.

Segundo recuerdo: Catalina abre la fría puerta y se encuentra con los ojos de Cayetano. Ella viste un vestido de muñeca con unos zapatos de cartón; él, unas zapatillas del año de la pera, un pantalón desteñido de tanto lavar y un polo de color gris áspero. Se dirigen hacia el cuarto de Catalina. Mientras Cayetano es cegado por las paredes de color rojo eléctrico, Catalina se dispone a hacer emerger dos copas de vidrio, abre su vino favorito, Casillero del Diablo, y le da la copa menos llena a Cayetano. Dicha copa contiene una sustancia desconocida que lo hace dormir profundamente, cual Bella Durmiente.

Tercer recuerdo: el cerebro de Catalina se ilumina. Se ausenta por unos breves segundos y regresa al cuarto con la cámara fotográfica de Cayetano. Acto seguido, procede a despojar de sus ropas a Cayetano; luego, procede a desvestirse ella también. Se echa en la cama, muy junta a su amado, quien había sido víctima de su acoso en los últimos tres meses. Lo abraza, lo besa, lo toca y le toma fotos. ¿Y Cayetano? Pues, sigue en un profundo sueño.

Cuarto recuerdo: A las nueve de la noche, Cayetano abre los ojos. Gracias a un rayo de luz y al perfume silencioso del cuerpo que yace a su lado, puede distinguirlo: es Catalina. El miedo acaricia su cuerpo. Se levanta de la cama sintiendo un punzante dolor que le ataca el cerebro, pero no le importa. Sólo piensa en una cosa: alejarse de aquella loca desquiciada. Con el menor ruido posible, Cayetano recoge sus ropas del suelo, se viste, coge su saco marrón, guarda la cámara de fotos en el saco, se aleja de aquella loca desquiciada y, finalmente, abandona aquella casa.

Quinto recuerdo: 10:30 pm, Cayetano entra al baño del departamento que comparte con Celeste, con el propósito de darse un largo baño y, luego, dormir hasta el día después de mañana. Mientras disfruta el agua tibia deslizándose por su cuerpo, Celeste, su eterna amada, se dirige al cuarto de ambos. Observa el saco marrón de Cayetano tendido encima de la cama y se percata de un bulto, pequeño como una tarjeta de crédito, que resalta del bolsillo izquierdo: es la cámara fotográfica de Cayetano. Celeste revisa las fotos que contiene, y se lleva una amarga sorpresa al ver a su amado en la cama con Catalina, la loca desquiciada. No puede creerlo. Las lágrimas comienzan a dibujarse en su rostro. Desconsolada y vencida por la ira, deja soltar un grito, el más fuerte que jamás haya emitido, vomitándole sus verdades a Cayetano, quien, confundido, sale apresuradamente de la ducha y corre al cuarto en busca de Celeste. Pero ya es muy tarde: Celeste ha abandonado la casa.

Sexto recuerdo: Sin vergüenza, Cayetano sale a la calle en busca de Celeste, a quien encuentra a dos cuadras del departamento. Él le pide que le explique lo que está pasando; ella, muda por la cólera, se limita a arrojarle la cámara como si fuera una bola de fuego. Entre sorprendido y conmocionado, Cayetano suelta su verdad: no tiene el más mínimo recuerdo de los acontecimientos sucedidos hace un par de horas. Pero Celeste no es ninguna estúpida, de modo que cierra las puertas de sus oídos para no dejar pasar las palabras de Cayetano, inicia nuevamente su marcha y, apresuradamente, cruza la pista. Cayetano la sigue sin dudarlo, pero un carro le impide cruzar la pista. Cuando vuelve a ver, se da cuenta de que Celeste se ha esfumado.

Séptimo recuerdo: sudando y llorando de ira, Cayetano se da cuenta de que tiene dos opciones: perseguir a Celeste hasta el fin del mundo para explicarle lo sucedido o regresar a la casa de Catalina, a terminar lo que ella empezó. La decisión es fácil. Catalina abre la puerta de su casa con una gran sonrisa, pensando en que, por fin, su amado ha venido a buscarla. Lamentablemente, la realidad es otra: ese día, Catalina Aguirre sonríe por última vez.

Cayetana Santos


(Ejercicio de narración para el curso de Taller de Técnicas de Expresión Escrita de la UPC)

Desde mi llegada a Formosa, era la primera vez que el barrio recibía a alguien nuevo. Y ese alguien no era cualquier persona. Nunca olvidaré la primera impresión que tuve de ella: una mujer poco atractiva, con un aire sombrío y cara de escasas palabras. Su nombre era Cayetana Santos. Estaba casada con Gregorio Escobedo y ambos tenían dos hijos en común: Adriano, de nueve años, y Abigail, de seis meses.

Déjenme contarles su historia.

Cayetana llegó a nuestro barrio el 22 de octubre de 1983, vestida con un vestido negro que le llegaba hasta los talones y unos zapatos negros también. Además, su pelo negro, más negro que el azabache, y su piel blanca, tan blanca como el algodón, hacían más cercano su parecido a Morticia Adams. Callada y reservada, la vida de Cayetana en el barrio de Formosa fue bastante silenciosa hasta aquel amargo día.

Ocho días después de su llegada, los gritos de Cayetana comenzaron a perforar nuestros oídos, seguidos de los gritos de Abigail y de Gregorio. Me aproximé a la ventana que daba vista a la casa de Cayetana y abrí las cortinas empolvadas. Pude ver con claridad las siluetas de Cayetana, Gregorio y los niños. Con la esperanza de que se percataran de mi abultada presencia y bajaran la voz, me quedé parado ahí por cinco minutos, pero cómo me hubiera gustado que fueran cero. Aquella escena que vino a continuación marcó la vida de muchos habitantes del barrio de Formosa, incluida la mía.

- ¡¡¡Dime de una buena vez con quién te estás acostando!!! –gritó Gregorio.
- ¡¿Pero qué cosas dices, Gregorio?! ¡No me estoy acostando con nadie! ¡Y hazme el favor de callarte la boca, que estás asustando a los niños! –respondió Cayetana, quien protegía a la pequeña Abigail, bañada en un mar lágrimas, recostada en su coche. Mientras tanto, Adriano se escondía detrás del mueble oxidado ubicado en la sala de estar, asustado de su propio padre.
- ¡¡¡Me importan un carajo los niños!!! –el tono de voz de Gregorio se elevaba conforme expulsaba las palabras– ¡Dime su nombre, Cayetana! ¡Dime el nombre del bastardo o te darás cuenta de lo que soy capaz!

Lo que pasó a continuación pasó en un abrir y cerrar de ojos: Gregorio sacó una navaja del bolsillo de su pantalón gris áspero, golpeó a Cayetana en la cabeza hasta dejarla inconsciente, apuñaló a Abigail en el pecho y, acto seguido, abandonó la casa, el barrio y nuestras vidas.

Salí disparado de mi humilde hogar y me dirigí hacia la casa de Cayetana, quien seguía todavía tirada en el piso, como si fuera una alfombra más en la sala de estar. Me acerqué a la bebé y vi la peor imagen que un padre –y cualquier persona– puede observar: Abigail yacía sin vida en su coche, bañada en tinta roja. La cubrí con su manta y miré a mi alrededor: Adriano seguía escondido detrás del mueble oxidado; Cayetana, tirada en el piso. Me dirigí a la cocina y regresé con un vaso de agua para despertar a Cayetana. En pocos segundos, ya había recobrado la conciencia. Cayetana se levantó y vio la manta blanca (ahora roja) de Abigail. “¡Hijo de puta! ¡Ha matado a mi bebé!”, gritó Cayetana. Traté de tranquilizarla, pero estaba fuera de control. Entonces, tan silencioso como una pluma, Adriano se acercó a su mamá, la abrazó y le comentó algo en el oído. Cayetana se recompuso velozmente. Con un intento de sonrisa pintarrajeado en el rostro, exclamó en voz alta: “Gracias por tu ayuda, Agustín. Ya puedes retirarte. Me gustaría estar un momento a solas con mis niños”. Para evitar que mi boca cayera al agrio piso (me sorprendió la velocidad con la que pareció recomponerse), me retiré, no sin antes acordar con Cayetana una llamada para asegurarme de su estado de salud.

No volví a ver ni a Cayetana ni a Adriano (tampoco recibí una llamada) hasta el 28 del siguiente mes, en la bodega de la esquina. Estaba acompañada por Adriano y un coche de bebé. Estupefacto y muerto de la curiosidad, me acerqué a mi vecina, cuya reacción fue la menos esperada.

- ¿Cómo te va, Cayetana? –pregunté.
- ¡¡¡Aléjate, Gregorio!!! ¡Aléjate de mi bebé! ¡Huye lejos, Adriano! ¡Yo protegeré a tu hermana! –Cayetana se abalanzó contra el coche, cual leona protegiendo a su cachorro, al mismo tiempo que Adriano se alejaba de la escena.
- ¡¿Te has vuelto loca?! ¡Yo no soy Gregorio! ¡Soy Agustín! ¿Acabas de decir que tu hija está en el coche? –con un rápido movimiento, logré destapar al cuerpo cubierto por la manta: era el cadáver polvoriento de Abigail, muerta hacía más de un mes.
- ¡Sí, mi Abigail! ¡No te le acerques, Gregorio! ¡No volverás a lastimar a mi pequeña!

Atónito, observé cómo aquella mujer trataba al cadáver de su hija como si aún estuviera viva. Corrí hacia el teléfono más cercano y marqué el único número que vino a mi mente en ese momento. Los policías no tardaron en llegar.

Es difícil explicarles con detalle lo que la policía hizo o dijo a Cayetana Santos debido a mi estado de absoluta conmoción. Solo sé que a mí me acompañaron a mi hogar y me dieron un calmante, a Adriano nadie lo volvió a ver jamás y a Cayetana, pues, la hospedaron en un manicomio. Dicen que es toda una celebridad por allá y entretenidísima para conversar. Yo paso.

La princesa y el enano (Oscar Wilde)


Había una vez una princesa que vivía en un palacio muy grande. El día en que cumplía 13 años, le hicieron una gran fiesta con trapecistas, magos, payasos…pero la princesa se aburría. Entonces, se apareció un enano muy feo que daba brincos y hacía piruetas en el aire. “Sigue saltando, por favor”, dijo la princesa, pero el enano ya no podía más. La princesa se puso triste y se largó a sus aposentos. Al rato, el enano se fue a buscarla, convencido de que ella se iría a vivir con él al bosque. “Ella no es feliz aquí”, pensaba el enano. “Yo la cuidaré y la haré reír siempre”. El enano recorrió el palacio, buscando la habitación de la princesa. Pero al llegar a uno de los salones vio algo horrible: ante él, había un monstruo con ojos torcidos y sanguinolentos, con las manos peludas y los pies enormes. El enano quiso morirse cuando se dio cuenta de que era él mismo reflejado en un espejo. En ese momento, entró la princesa con su séquito. “Ah, estás ahí, qué bien. Baila otra vez para mí, por favor”. Pero el enano estaba tirado en el suelo y no se movía. El médico de la corte se acercó a él y le tomó el pulso. “Ya no bailará más para vos, princesa”, le dijo. “¿Por qué?”. “Porque se le ha roto el corazón”. Y la princesa contestó: “De ahora en adelante, que todos los que vengan a palacio no tengan corazón”.

A continuación, un video con el fragmento de la película Tesis de Alejandro Amenábar (altamente recomendable) en el que se menciona el cuento.

A la mierda


(Ejercicio recomendable para todos. Coescrito con Daniel Braga)

A la mierda con las personas que me cambian el nombre y pronuncian y escriben mal mi apellido.

A la mierda con las grasas y los carbohidratos. Por su culpa, no me entra la ropa de vez en cuando.

A la mierda con la menstruación que me infla como globo.

A la mierda con Gringolandia y su falsa idea de ser los mejores del mundo.

A la mierda con las religiones que buscan aprisionarnos en un dogma. ¡Somos libres, carajo!

A la mierda con los limeños que caminan más lento que mi abuela.

A la mierda con esta sociedad y sus putos estereotipos que cada día juzgan a más personas.

A la mierda con la apatía juvenil que cada día se proclama en los obeliscos de la sociedad, volviendo a la gente más ignorante y reemplazando la belleza de una cultura por la hueca y vacía vanagloria materialista.

A la mierda con la carrera de Administración y Marketing por haber cagado mi ponderado.

A la mierda con E.D.B., mi profesor de Temas de Historia del Perú del ciclo pasado, que me jaló con 07. A la mierda con el director del curso, por no botar a la mierda de este profesor. Pensándolo bien, a la mierda con todos los profesores que enseñan esta mierda de curso.

A la mierda con la UPC por sus siglas estúpidas y su ratonera de campus. A la mierda con la plata que nos quitan. A la mierda con su Wifi e Intranet de mierda y los cursos mediocres que nos obligan a llevar sólo para completar los 10 ciclos. A la mierda con los malditos controles de lectura y el 13 como nota aprobatoria.

A la mierda con los alumnos que no saben de puntuación y ortografía y se quejan cuando se les baja puntos por esto. A la mierda con los que EzKrIbEn AzÍ.

A la mierda con los profesores que escriben peor que los alumnos. A la mierda con sus PPT’s mal hechos.

A la mierda con la invasión de combis en Lima. A la mierda con la música alienada de sus conductores. A la mierda con el huevón o la huevona que no se levanta para cederle el asiento al viejo o a la vieja que sube. A la mierda con los desequilibrados que no abren la ventana cuando se respira sudor. A la mierda con los que se suben y cuentan las mismas putas historias. A la mierda con su tono de sufrido arrepentido. A la mierda conmigo por viajar en combi.

A la mierda con los taxistas que tocan su bendito claxon cada cinco segundos y los que no respetan las putas reglas de tránsito.

A la mierda con los que orinan en la calle, escupen a mi costado y cruzan la pista cuando el semáforo está en verde.

A la mierda con los que critican tu arte.

A la mierda con los patas que se dejan el pantalón a la altura del culo.

A la mierda con las flacas que usan plataformas y se dejan un mechón de pelo grasiento en medio de la cara. A la mierda con el sonido de sus putos tacos.

A la mierda con las fanáticas de RBD y los Jonas Brothers.

A la mierda con la televisión peruana.

A la mierda con MTV y su porquería musical desde la mitad de los 90.

A la mierda con Movistar y Nextel y su constante spam en mi celular.

A la mierda con los bots y trolls de Twitter.

A la mierda con los alienados y alienadas y sus «ya fue, ya», «como que», «o sea» y «alucina» cada cinco segundos.

A la mierda con los huachafos que usan lentes de sol cuando está nublado o es de noche.

A la mierda con mi ex por destrozarme el corazón.

A la mierda con aquel que pierde su tiempo leyendo estas quejas, pero gracias de todas maneras.

Y a la mierda conmigo, porque no sé qué más escribir. A la mierda con este texto. A la mierda con la mierda de mí.

Para Ximena


(Tarea de Ximena para el curso Aprendiendo en grupo de la UPC)

Me llamo Alessandra Cavagnaro y soy la mejor amiga de Ximena Chávez. La conozco desde que estábamos en Kindergarten, pero nos hicimos amigas recién en 5° grado. Sería bonito decir que fuimos amigas desde que nos conocimos, pero no todo fue “color de rosa”. Desde Kindergarten hasta 5° grado, cada una tuvo un grupo diferente de amigas. Por un lado, mi grupo lo formaba Valeria C., Mary Gaby C., Ximena A., Ana Paola C.S. y yo. Por otro lado, Arianna E., Daniela P. y Diandra L. formaban el grupo de Ximena.

Nunca supe por qué, pero mi grupo solía burlarse de Ximena llamándola “barro”. Decían que por cada vez que alguna de nosotras tenía algún contacto físico con ella, se iba acabando el número de vidas de cada una (teníamos 7 vidas en total). Una completa estupidez. Yo nunca había conversado con Ximena, pero solo por el tonto hecho de seguir a las demás, hacía lo que ellas hacían pensando que era divertido e ignorando los sentimientos de Ximena.

No recuerdo qué y cómo pasó, pero todo cambió al año siguiente, es decir, en 5° grado. Ximena y yo nos separamos de nuestros respectivos grupos y terminamos formando nuestro propio grupo: Ximena A., Ximena Chavez y yo. Fue en ese momento en donde recién empecé a conocer a la verdadera Ximena y, en poco tiempo, me di cuenta de que es una en un millón. Las tres la pasábamos increíble. Éramos muy unidas y yo, mientras más conocía a Ximena, más me lamentaba de mi comportamiento con ella en el pasado.

Desde Kindergarten, habíamos estado juntas en el mismo salón, pero, al pasar a 2° de secundaria, todo volvió a cambiar: Ximena A. se juntó con otras chicas y a Ximena la pusieron en un salón diferente al mío. Cuando me enteré, tuve miedo al pensar en la posibilidad de que ya no fuéramos tan amigas como antes, de que ya no compartiéramos las mismas cosas o que las cosas cambiaran. Pero ahora veo lo tonta que fui con solo pensar en eso: estar en diferentes salones no solo no afectó mi amistad con Ximena, sino que la fortaleció.

Como es lógico, ambas hicimos nuevas amistades y formamos, una vez más, nuestro grupo: Thalía, Mayra, Stephanie, Ana Lucía, Marifé, Pierina, Ximena y yo. Esta vez, el grupo quedó. Los últimos años del colegio han sido los mejores que he tenido, ya que conocí a personas irremplazables. Cada una de ellas con diferentes características, cualidades y virtudes.

Si me pidieran describir oralmente a Ximena o mi amistad con ella, no sé cuánto tiempo me tomaría. Pero, por alguna extraña razón, cuando Ximena me pidió escribir estas palabras, no supe por dónde empezar. Es como si las palabras quedaran cortas al tratar de describir nuestra amistad.

Desde el colegio, he podido conocer a toda clase de amigas. Conocí a las mejores amigas que alguien podría tener; amigas que, por motivos personales, quisiera olvidar; amigas que se fueron lejos; amigas con las que perdí contacto; y, las más importantes, amigas que se quedaron y dejaron una huella en el corazón. Ese es el caso de Ximena.

Una amiga como ella no es fácil de encontrar y, la verdad, es que me siento muy orgullosa y agradecida de poder considerarme su mejor amiga. Ximena es la persona que más me conoce y a la que más le tengo confianza. Sabe sobre mis defectos y virtudes, sabe cómo soy en mis estados de ánimo. Me quiere tal y como soy. No me juzga. Me escucha, soporta y entiende. Me consuela y me tranquiliza. Siempre está dispuesta a ayudarme y aconsejarme, aun así no se lo pide.

Son tantas cosas que hemos pasado juntas y que nos faltan por pasar. Tantas anécdotas, risas, lágrimas. Tantas veces en que me ha demostrado su apoyo, a pesar de no estar de acuerdo conmigo. Tantas ocasiones en que me ha dado su hombro para llorar. Tantos momentos en que la he necesitado y ella ha estado siempre ahí, como sé que siempre lo estará y yo también lo estaré, en las buenas y en las malas. Te quiero harto.



Víctima número uno


Todo comenzó cuando él me cagó.

Ximena no me entendía porque a ella nunca le habían roto el corazón y a tía Erika la tenía harta con tanto lloriqueo. Pero yo ya no podía más: necesitaba desahogarme con alguien o con algo lo antes posible.

En un día de depresión absoluta, se me ocurrió otra forma para consolarme. Cogí un cuaderno y un lapicero y las palabras comenzaron a salir fluidamente. En menos de diez minutos, tenía, en frente de mí, tres hojas llenas de sentimientos, pensamientos y deseos. El efecto fue increíble: una sensación de alivio y satisfacción recorría cada partícula de mi cuerpo, conforme me iba consolando. Fue en ese momento en que descubrí la que hoy considero mi forma de vivir. Descubrí que podía manifestar mis emociones libremente y descargarme cuando lo necesitara. Ese día, descubrí mi gran pasión en esta mediocre vida: escribir.

Sé que no todas las personas siguen este método para expresar sus emociones. Hay algunas que se ponen a llorar con el primer individuo que se cruza en su camino, otras que se echan a reír nerviosamente hasta llorar y hay otras que se aguantan el llanto hasta explotar. Eficientes métodos para todas ellas, me imagino. Pero si a mí me preguntaran por qué escribo, esto es lo que respondería:

- Escribo porque el escribir me hace sentir bien, me satisface y me complace. Puedo desahogarme cuando la depresión me invade y no hay nadie con quién hablar o cuando quiero hablar sobre algo de lo que no me atrevo a preguntar.

- Escribo porque me da la oportunidad de revivir los momentos más alucinantes que me han pasado o han pasado a mi alrededor y de darle un vuelco a las historias.

- Escribo porque es una forma de expresarme libremente y de dejar volar la imaginación. Puedo escribir sobre lo que yo quiero, a la hora que quiero y como quiero. Del amor o de la muerte, a las 9 de la mañana o las 4 de la madrugada, con un «carajo» o un «carambas» en su lugar.

- Y escribo porque no recibo ninguna respuesta a cambio. No hay nadie que se canse de escucharme o de leerme, nadie que me regañe, que me joda o que me calle.

Antes de despedirme, cito una frase sacada de Cartas a un novelista del escritor peruano Mario Vargas Llosa:

“La vocación literaria no es un pasatiempo, un deporte, un juego refinado que se practica en los ratos de ocio. Es una dedicación exclusiva y excluyente, una prioridad a la que nada puede anteponerse, una servidumbre libremente elegida que hace de sus víctimas unos esclavos”.

Si esto es cierto, entonces, yo, Alessandra Cavagnaro, me considero la víctima número uno.