martes, 20 de agosto de 2019

Más misia, pero más feliz

Alguna vez escribí sobre la experiencia de dejar mi último trabajo de oficina para iniciar algo propio y hoy me provocó hacerlo de nuevo. 

Creo que nunca tuve un "mal trabajo" porque todos quedaban cerca a mi casa (o podía llegar relativamente rápido), hice buenos amigos en cada uno, el ambiente era lo suficientemente cómodo, el sueldo no era malo (nunca he sido de despilfarrar dinero, así que estaba conforme con la cantidad que recibía) y en la mayoría me daban beneficios.

Pero hubo un trabajo que sentí que me succionaba la energía y el buen humor cada vez que iba. La primera vez que trabajé ahí fue porque necesitaba créditos para terminar la carrera y porque anteriormente había trabajado para el primo del que ahora sería mi nuevo jefe.

Recuerdo que el primer día le pregunté al cofundador de la agencia cuándo firmaría contrato y su respuesta fue "no te preocupes por eso; igual acá no damos por el momento". Me pareció raro y sentí que esa era la primera señal de advertencia (como no existía un contrato, tampoco habría beneficios), pero me convencí de que sí o sí necesitaba las horas y que solo tendría que aguantar seis meses para obtenerlas.

Pasaron los seis meses y conseguí las horas suficientes para alcanzar todos los créditos necesarios. Y, como a los jefes les gustaba mi forma de trabajar, coordinamos para quedarme trabajando de manera independiente mientras yo trabajaba en una nueva empresa que terminó por aburrirme a los seis meses (oh, sorpresa).

A las pocas semanas, uno de los jefes de la agencia me contactó y me preguntó en qué andaba. "En nada, buscando qué hay por ahí". "Si te interesa, nos gustaría que regresaras con nosotros. Esta vez serías la supervisora de los Community Managers y verías más lo que es comunicación interna y redacción, que es lo que te interesa, si mal no recuerdo". 

Qué bien me lo está vendiendo porque esa oferta suena bastante tentadora, pero esta vez tienes que ser precavida y directa, Alessandra.

"Todo suena bien, pero mi requisito sería que esta vez sí me den contrato". "Claro, no hay problema". Ilusa, acepté. Así que regresé por unos días a la oficina en Aramburú para luego mudarnos a la nueva oficina en Barranco. "Nuevo espacio, nueva gente, nuevos retos", pensé.

Pasaron unas semanas y recuerdo haber preguntado por el contrato una, dos, tres veces. Recuerdo que el dueño de la agencia hasta me habló de la CTS y yo, nuevamente ilusa, le creí. 

Cuando estaban por cumplirse los tres meses de haber regresado a esa agencia, la sensación de sentirme miserable iba aumentando cada día. Sí, ganaba mejor que antes. Sí, conocí a nuevas y buenas personas. Sí, el edificio era mejor. Pero lo que me prometieron no se cumplió. No me enfoqué en comunicación interna. No vi nada de redacción. Y, por supuesto, no hubo contrato.

En ese entonces iba a clases de zumba, que era una de las pocas cosas que me hacía olvidar un día de mierda en la chamba. Amaba las clases porque me divertía y me desestresaba, y odiaba cuando faltaba a una (lo que normalmente ocurría porque al jefe se le antojaba darnos chamba a última hora con carácter de urgencia).

Un día no pude más con el estrés. Salía del trabajo a las 7:00 p.m. para llegar con tranquilidad a las clases a las 8:00 p.m. Pero ese jueves salí de la oficina a las 7:30 p.m., molesta porque sabía que no iba a llegar. Recuerdo manejar con cólera, aguantando las lágrimas. Porque, aunque pueda parecer exagerado y tonto, esta vez sabía que tenía un trabajo que detestaba y me odiaba por haber confiado tanto.

Llegué a mi casa aún afectada y me dirigí a la cocina, creo que para cocinarme algo rápido. Como soy de las personas que se nota de lejos en la cara que algo les pasa y que se aguantan las cosas para no irse al baño a llorar a desahogarse, cuando mi papá se acercó a preguntarme qué me pasaba no pude más y las lágrimas comenzaron a brotar.

Estoy molesta porque odio mi trabajo, pa. Me llena de estrés, no me hace feliz, mis jefes no me dan lo que me prometieron. Pero no puedo dejarlo así nomás porque tengo que pagar mis cosas.

"En primer lugar, respira, hija. Ya estás en casa. En segundo lugar, estrésate por todo, menos por la plata. El dinero puede venir de otras formas y de las personas que te rodean, pero tu salud mental está primero y de ella solo te puedes encargar tú. Recuérdalo siempre".

Me fui a dormir con esa idea. Al día siguiente, sin importarme que no tenía un plan B, renuncié. Y me prometí a mí misma no quedarme nunca más en un trabajo solo por la plata. Al poco tiempo llegó una nueva chamba, mi última en oficina. Buen sueldo, nuevo espacio, nuevo ambiente, nuevos retos, nuevas oportunidades, nuevas funciones (y, por supuesto, con contrato y todos los beneficios).

Pero me visitó un deja vú, solo que esta vez se demoró un poco más en llegar: cumplido el año, ya sentía la misma rutina de siempre, el trabajo monótono, el fastidio de trabajar para alguien más, el vacío laboral/emocional.

Recordé las palabras de mi papá. "A la mierda todo. Es hora de dar un paso al costado y de tener algo propio. Voy a estar más misia, pero estoy segura de que seré más feliz". 

Ha pasado más de un año y medio desde ese día y esa predicción se ha cumplido: podré estar más misia, pero estoy mucho, pero mucho más feliz.


lunes, 19 de agosto de 2019

La vida que pasa

El otro día (pudo haber sido ayer o hace dos meses) caminaba con una amiga mientras nos congelábamos hasta los huesos y conversábamos sobre diversas cosas de la vida.

La larga caminata vino después de haber recorrido varias ferias en Barranco y de sentir que mis rodillas crujían luego de subir unos escalones altos. "La vejez me está llegando", recuerdo que le dije. Luego, en pleno malecón, recuerdo haber conversado con Clau sobre cómo ahora somos más conscientes (al menos nosotras) con las cosas que decimos, cómo las decimos y a quién se las decimos, y cómo solemos agregar cosas a nuestra lista de pendientes como si el dinero nos cayera del cielo. "¿En qué momento crecimos y nuestra vida se convirtió en pagar deudas?", dijo Clau.

Pero no solo eso. Tengo 29 años y no recuerdo el momento en que mi vida se convirtió en guardar recibos y estados de cuenta por si más adelante los necesito o por si quiero tener un historial crediticio. No sé cómo (ni por qué) me acostumbré a guardar mis sentimientos y no soltarlos cuando en ocasiones solo quiero decir "¿te puedes callar?", "no quiero estar aquí", "a la mierda esto". No sé en qué momento me llené de matrimonios, baby showers, velorios y en algún lugar del camino entendí que los cambios y soltar son buenos. Que si alguien ya no forma parte de mi vida está bien. Que deje de hablar seguido con alguien, porque nuestros ritmos de vida son distintos, está bien. Que si decido quedarme en casa en vez de salir con amistades está bien.

¿Cuándo mi piel dejó de estar como potito de bebé (aunque mis manos lo siguen estando, según mi Mamina) y aparecieron las ojeras y las líneas de expresión que no se me van con nada (en realidad, sí se me podrían ir, solo que estoy tan acostumbrada a no usar cremas que sigo sin animarme a adquirir una)?

¿Cuándo me metí el chip de que la imagen lo es todo y que tener contactos te abre muchas puertas, en lugar de las capacidades de una persona? ¿Por qué mandar a la mierda se volvió tan difícil cuando antes no solía serlo?

Qué difícil –pero necesario– se convirtió recibir críticas y tomarlas como constructivas, responsabilizarme de mis propias acciones porque papito ya no vendrá a salvarme siempre (pero me dio las herramientas para hacerlo por mí misma), saber cuándo quitarme esa venda de los ojos porque ahora sé que nadie me la quitará por mí,  

No me falta mucho para cumplir 30 y ese día, especialmente, mientras regresaba a casa, pensé mentalmente en las cosas nuevas que tengo en mi vida, las nuevas costumbres y manías, y que no me había percatado.

Como cuando se te queda un pedazo de perejil en el diente todo el día o como cuando lo que siempre quisiste estuvo frente a ti todo el tiempo y nunca lo supiste.

A veces se nos pasa la vida y nosotros ni cuenta.