jueves, 30 de diciembre de 2010

El último


Escribiendo el último post del año me he acordado de varias cosas escritas en mi blog a lo largo del 2010; por ejemplo, cómo el ex que me cagó fue el que me convirtió en esclava de las letras, cómo un corto pero efectivo ejercicio de mandar a la mierda a todos me relajó el sistema nervioso, cómo el hecho de no haber escuchado a mi madre terminó en mi primer choque, cómo sufrí por culpa de la hermana de Monique Pardo al sacar el examen médico para el brevete, cómo logré hacer llorar a algunos lectores de risa, nervios, tristeza y emoción, cómo robé risas con los videoposts, cómo fui el hazmerreír al publicar mi casi sacada de mierda después de una entrevista de trabajo y cómo una entrada sobre orinarme encima se convirtió en uno de mis textos más leídos.

¿Y cómo empezó todo? Hace poco más de cuatro años, cuando un enano me cagó la vida por varios meses (ahora te lo agradezco desde lo más profundo de mi ursulino ser), pero terminó inspirándome a plasmar mis sentimientos, emociones y experiencias en varios documentos de Word.

Nadie leía mis textos excepto yo, pues tenía la idea de que todo era un simple hobby, un gustito, una satisfacción y nada más. No sé cuánto tiempo transcurrió ni qué fue lo que pasó para darme cuenta de que ya era hora que alguien más leyera mis textos voluntariamente y no tras una carajeada de mi parte. “¿Por qué no te creas un blog?”, me preguntó alguien. “Es una buena idea. Lo haré”, respondí.

¿Y ahora? ¿Sobre qué escribo en el blog? ¿Cada cuánto tiempo posteo? ¿Cómo hago para promocionarlo? Y lo más importante, ¿cómo cuernos lo llamo? A ver, Alessandra. Tiene que ser una frase o una palabra que me defina y que, al mismo tiempo, llame la atención. ¿Qué es lo más característico o destacable de mi persona? ¿Cómo me defino a mí misma? ¿Qué es lo primero que se les ocurre cuando piensan en mí o cuando escuchan mi nombre? Fácil “desubicada”, porque salgo a la esquina y prácticamente ya perdí la noción de dónde estoy parada y porque a veces digo cosas tan fuera de lugar que el silencio incómodo es inevitable. “Desubicada”. Listo, queda. Pero ¿nada más? “Confesiones de una chica desubicada”. No, ya está muy comercializado. “Diario de una desubicada”. No llama la atención. Algo simple y corto. ¿Qué voy a hacer en el blog? Expresarme, narrar, escribir. “Escribe, desubicada”. No pone. Algo más general. De alguna manera voy a hablar, ¿no? Entonces, “habla, desubicada”. Perfecto.

Entré a la web de Blogspot (algo hizo que lo eligiera en lugar de Wordpress), escogí la plantilla prediseñada más simple que pude encontrar y metí unos cuantos textos que redacté en la universidad y que me parecieron lo suficientemente buenos como para compartirlos con los futuros lectores. Seguidamente, publiqué mi nuevo blog en mi estado de Facebook y en el nick de MSN y esperé por comentarios que no llegaron hasta semanas (¿o fueron meses?) después, cuando una chica de mi universidad me zamaqueó por varios minutos exigiéndome el número de la amiga que me hizo entrar gratis a un concierto. Casi llorando de la emoción –y un poco de dolor por la molestia que me dejó mi amiga en las costillas–, ese día me di cuenta de lo valioso que resulta que alguien lea mi blog sin yo pedírselo, suplicárselo o puteárselo. Claro que no siempre respeto esto y muchas veces me encuentro publicando mi blog por el tan amado Twitter -¿Qué? Soy desubicada, pues.

Por otro lado, recuerdo las madrugadas que me pasé en vela terminando de escribir los posts (y los exámenes que jalé por este mismo motivo), cómo estuve al borde de las lágrimas cuando cambié de plantilla y varias cosas desaparecieron por algunos minutos que se me hicieron eternos y cómo tuve que escribir en servilletas, papel higiénico, etiquetas o cualquier papel que estuviera a mi alcance a falta de tener cerca mi block o mi laptop.

A 10 meses de creado mi blog, con una plantilla aburridamente sencilla y con 82 valiosos seguidores que salen de no sé dónde, puedo decir que si este año fue un año de crecimiento, el próximo será de desarrollo (esperen varias novedades).

Fuiste bueno, 2010, pero sé que el 2011 será mejor. Hasta el próximo año, desubicado(a)s.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Pura coincidencia

Post dedicado a las insufribles festividades.


Hoy es 22 de diciembre, lo que equivale a decir que faltan tres días para la asquerosa Navidad. ¿Y por qué digo «asquerosa»? Porque para mí equivale a subir 10 kilos por todo el pavo, ensalada, arroz, panetón y chocolate caliente que me voy a embutir por los próximos 7 días posteriores al 25, porque a donde quiera que voy escucho los villancicos (me vacilan, pero que me persigan por todas partes me llega a hastiar) y porque soy víctima del engreimiento, materialismo y berrinches de niños y de hasta adultos inmaduros por querer abrir sus regalos en cuanto antes o porque no recibieron el regalo que formaba parte de su lista navideña –en otras palabras, esa frase de que “la Navidad no es regalos” se la pueden meter muy dentro por el culo, señoras y señores–. Sin embargo, soy consciente de que esta situación muchas veces está fuera del alcance de los niños, pues están expuestos a las superficiales publicidades navideñas (en donde se le ve a cada niño con 10 regalos para él solito. Por cierto, con el gordinflón de Papa Noel no me meto, pues aún siento un escaso cariño por este barbudo) y a los ataques de sus propios padres, al preguntarles constantemente «¿qué quieres que te regale por Navidad?». Entonces, no es de la nada que los critters se levanten a primera hora del 25 y despiertan a sus padres (y luego a todo vecindario) para abrir sus inmensos regalos colocados debajo del árbol que mami armó copiándose de los modelos vistos en las revistas de Saga Falabella o Ripley. En lo que a mí concierne, Navidad es ahora una fecha alejada de los regalos, pero que reúne a la familia como pocas festividades lo hacen.

14 de febrero. San Valentín. Diferentes nombres para la misma huevada. Una excusa para tener sexo, ser huachafo y usar la frase “mi media naranja”. Hoteles, hostales, hospedajes que revientan de tantos clientes arrechas. Mensajitos al celular y en el muro de Facebook diciendo “¡feliz día de la amistad y del amor!” –otra cosa para metérsela por el culo–. Globos rojos y demás formas en forma de corazón, enanos en pañales con flechas buscando a sus propias víctimas. Negocios de flores, peluches y condones llorando de la felicidad por el incremento de sus ventas. Para su información, yo no practico la celebración del amor y de la amistad una vez cada año; yo la practico todos los días –vale la cursilería.

Halloween. Poserismo. Para mí, ambas palabras equivalen lo mismo. Divertido cuando eres niño(a), sin sentido cuando eres adulto. Motivo de berrinche de los niños para obtener todos los dulces que quieran, pretexto para el género femenino de vestirse como putas (colegialas, enfermeras, policías, etc.) y excusa de los hombres de vestirse como sus figuras a seguir y de hacer el ridículo en el intento. En cada 31 de octubre, algunos celebran Halloween, otros celebran el Día de la Canción Criolla; yo celebro que el día siguiente es feriado.

Pascua. Sobre esta festividad no hablaré mucho, pues no sé de dónde proviene ni qué es exactamente lo que se celebra. Yo me centraré en los huevos (de Pascua, para aclarar). Aquellos que pintas y que escondes para que grandes y chicos inicien la búsqueda/carrera por toda la casa. Otro motivo para unir a la familia. Única fecha en la que frases como «no encuentro mis huevos» o «a tu hermano le falta un huevo» no tienen doble sentido –¿o es que sí las tienen?

¿La Desubicada = el Grinch de las festividades? Yo digo que no, ¿y ustedes? Vean las imágenes y respóndase a sí mismos. Por cierto, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.


lunes, 20 de diciembre de 2010

Ubicada -o al menos eso creí


Estoy chambeando desde hace ya tres semanas y siento que estoy a punto de agarrarle el ritmo a todo. Me he aprendido todas las complejas entradas, las aburridas ensaladas, los guiltless (que aún no sé con exactitud qué son), las escasas sopas, las complicadas hamburguesas y los simples sánguches –por si acaso, con mis adjetivos calificativos no me refiero a que la comida en la vida real sea así, sino que así es cuando está descrita por escrito–, el vocabulario de la chamba (comanda, rameking, sizzle, etc.), los nombres de los gerentes y trabajadores de la empresa, la
numeración de mesas y más.

Por otro lado, ya sé maquillarme sin verme como travesti (con «maquillaje» entiéndase únicamente como delineador negro y brillo para los labios), ya plancho solita mi uniforme, ya aprendí a llevar las charolas sobre la cabeza (pero aún pido socorro para bajarla y entregar los platos a los clientes), ya hablo el mismo lenguaje que la gente de producción y de servicio (“papi, véndeme un Blue Cheese y luego préstame atención que te canto un nuevo pedido”) y ya sé cómo ingresar pedidos en la Micros.

Como lo leen, desubicad@s, yo, Alessandra Cavagnaro, más conocida como La Desubicada, estoy en camino a convertirme una experta en la chamba en menos de un mes. Y este pensamiento seguiría conmigo si el día de hoy Amador no me hubiera cagado con la siguiente petición: "Mami, por si acaso desde hoy tenemos 10 platos nuevos. Pásame el Chipotle Blue Cheese Bacon Burger". ¡¿EL QUÉÉÉ?!


Carajo, me olvidé de todo.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Descerebrada


Miércoles 04 de diciembre del 2010.

Hoy es el examen final de mi curso más temido, Historia Contemporánea –no saben lo inútil que puedo ser para retener cualquier tipo de información relevante a cualquier tipo de historia–, y de mi chamba. Ilógica y estúpidamente, le presto más atención al segundo, poniendo en riesgo mi pase del curso. Así que mientras el profesor me pide mi opinión sobre la Guerra Fría –¿qué es eso? ¿Tipo la guerra de La era de hielo?–, yo en lo único que pienso es en “mis” platos, sus descripciones y abreviaciones. Termino el examen, rogando que esté apto para una nota de dos dígitos, me dirijo rápidamente al estacionamiento, monto a Abelardo e inicio el camino hacia mi dulce hogar.

Tres horas más tarde, me encuentro en mi chamba (cómo me encanta esa frase) dando el examen de menú. Mientras los clientes van y vienen y los server se mueven de aquí para allá con diez platos encima, yo me rompo el cerebro tratando de recordar cada uno de los ingredientes de los quince platos que me tocan hoy. Luego de 40 minutos y de revisar cada pregunta unas tres veces, le entrego el examen a mi entrenadora, y me entero luego de que he tenido una de las mejores notas que alguno de sus entrenados ha tenido en mucho tiempo (98/100; sin duda, el mejor final de este ciclo).

Bajo al sótano, me pongo mi look de hostess (al castellano: «anfitriona», esa flaca obligada a estar parada por seis horas, que recibe a los clientes en la puerta y se gana con el malhumor e impaciencia de los mismos cuando están en lista de espera), que equivale a pantalón, blusa y zapatos (y con tacos, maldita sea) negros y maquillaje y tomo mi posición hasta la medianoche.

A pesar de ser viernes por la noche, mi turno nocturno transcurre de manera tranquila (poco movimiento), solitaria (me ha tocado trabajar sin entrenadora) y dolorosa (uso zapatos de taco 2 y, aun así, siento que mis pies no podrán caminar en dos días enteros). Pero todo esto cambia y y/o es dejado de lado en el momento en que una tía cuarentona invade mi zona solo para quejarse de que he ubicado en “su” mesa a una señora embarazada antes que a ella.

- Señorita, no me parece justo que a esa chica le haya dado mi mesa. Yo he estado aquí mucho antes que ella.
- Lo que pasa, señora, es que la chica está embarazada, por lo que tiene atención preferencial. Es política de la empresa.
- ¿Por qué? Ni que fuera minusválida…

Con todas las fuerzas humanas que habitan en mi cuerpo, trato de no perder la compostura frente a este desubicado ente dándole un par de cachetadas (que no le vendrían nada mal, así gana cachete, de paso), por lo que respiro una, dos, tres veces, hasta que llega mi entrenadora, escucha la situación y le repite exactamente lo mismo a la señora cuarentona, quien, finalmente, se da cuenta de que ha perdido la batalla y se sienta nuevamente a esperar “su” mesa –vale decir que, cuando por fin fue su turno de ubicarla en alguna mesa, mi entrenadora y yo la ubicamos en la más alejada y en donde más aire acondicionado cae–. “Acostúmbrate, Ale, que como ella hay muchas más y peores”, me dice mi instructora. Si esto es verdad, por favor, que Dios me ampare.

Nota: Flaca, no sé quién habrás sido ni me interesa un carajo, solo quiero decirte que si, por casualidades de la vida, alguna vez te topas con este blog y te acuerdas de esta situación, quiero que se te quede grabada una palabra en tu diminuto cerebro, la misma que deberías aumentar cuando alguien te pida describirte en el futuro: descerebrada.

domingo, 5 de diciembre de 2010

¿La hago?


Miércoles 01 de diciembre del 2010. Me encuentro echada en mi cama como morsa web-eando –para variar–, cuando mi cerebro hace memoria y recuerda que hoy es mi primer día de entrenamiento en la chamba. ¡Chucha! Me pongo las zapatillas, me acicalo, enciendo a Abelardo y salgo disparada de mi casa. Justo antes de entrar a la Aviación, considero inventarme un atajo para llegar más rápido (no recomendable, dado lo desubicada que soy) y evitar el tráfico, pero por cojuda –por no arriesgarme– y confianzuda –por creer firmemente que llegaré a tiempo– decido seguir el camino de siempre, el único que conozco. Pero apenas doblo a la derecha para ir todo de frente hasta llegar al Óvalo Higuereta, me percato de la estupidez que acabo de cometer: no sólo la pista está infectada por combis, taxis y carros particulares, sino que una frasecita (ya conocida por mí) comienza a taladrarme el cerebro: “Me hago la pichi”.

¡No, puta madre! ¡Ahora no, por favor! Vejiga, te juro que llegando al local te consiento en lo que quieras, pero ahora te exijo que no me jodas y no te aflojes, ¿ok?

Gracias a una fuerza sobrehumana, mi vejiga hace caso, por lo que llego sana y seca a la chamba. Toco el timbre, pregunto por mi jefa, me la encuentro, la saludo y, sin más preámbulos, le digo “por favor, necesito ir al baño”. Bajo al sótano, hago la pichi, subo y me vuelvo a encontrar con mi jefa, quien me entrega mi uniforme y me ordena que me vaya a maquillar.

¿Maquillar? ¿Cómo le explico que yo jamás en mi vida me maquillo, que sólo he estado maquillada cinco veces en mis 20 años, que parezco travesti con maquillaje y que, resumiendo todo, no sé maquillarme?

“Este… ¿Podrías maquillarme tú? No he traído maquillaje y…bueno, no sé maquillarme”, le explico, más roja que un tomate. “Claro, no te preocupes, Ale. Ven, siéntate. Yo te maquillo –después de 5 minutos–. Listo. Ahora ve al sótano a planchar tu camisa para que puedas empezar”.

Este… ¿Cómo le digo que no sé planchar?

Para no pasar más roche, me ahorro mis vergüenzas, bajo al sótano, estiro la camisa, enchufo la plancha y me quedo parada frente a la tabla de planchar, craneando cómo cuernos alisar la camisa sin hacerle un agujero negro. Como no se me ocurre ni un carajo, me quedo ahí, parada como estúpida, esperando a que un alma baje al sótano y se apiade de esta pobre desubicada. Quien termina apareciendo es el jefe de cocina, quien, con sólo mirarme, deduce la situación que está frente a sus ojos: “No sabes planchar, ¿no? Dame que te ayudo”. Aliviada y, a la vez, apenada, observo cómo plancha mi uniforme en menos de un minuto, al mismo tiempo en que navego en mi memoria, tratando de recordar si es que hay algo “casero” que sepa hacer (la respuesta sigue pendiente hasta el día de hoy).

Guardo mis cosas en el locker, me amarro el pelo por primera vez en el año, me encuentro con mi entrenadora y estoy lista para la acción nocturna.

Caos, ruido, platos, aroma, suciedad, agua, máquina, números, gritos, vasos, movimiento. Mucho movimiento.

- Ale, ven y mira ese cuadro. Necesito que te aprendas el número de mesas en 10 minutos para que ayudes a llevar platos.
- ¿Qué? ¿Estás segura? No te lo recomiendo. Mi memoria suele ser bastante frágil a veces. Y hoy es una de esas veces.
- No importa. Es tu primer día; te tienes que equivocar de todas maneras.
- Pero…
- Toma. Lleva esto a la mesa 33.
- Ok…

Veo el cuadro de la ubicación de mesas por última vez antes de salir de la cocina, pero apenas cruzo la puerta, me olvido por completo de la ubicación de la mesa.

¿Dónde cuernos estaba? Sé que es por el lado izquierdo, pero ¿pegada a la pared o un poco más allá? ¡Chucha! Deberían tener un mini cartel con el número de mesas, caray… A ver, investiguemos. “Hola, ¿qué tal? ¿Pidieron una hamburguesa con papas?” ¿No? Ok, siguiente. “Chicos, ¿pidieron una hamburguesa con papas? ¿Tampoco? “¡Hola! ¿Pidieron este plato para compartir? No. ¡Coño!

Resignada, regreso a la cocina, en donde comunico mi clara afirmación a mi entrenadora:

- No existe la mesa 33.
- ¿Cómo que no?
- De verdad, no existe. Creo que te confundiste y quisiste decir, en realidad, mesa 23 o 43.
- Ale, llevo 4 años trabajando aquí y me vienes a decir a mí que no existe la mesa 33. Ven que te enseño. Es la mesa que está a la derecha de la 32, la que está pegada a la pared de la izquierda. ¿La ves?
- Sí… Enseguida les llevo el plato.

Muerta de la vergüenza, esquivo la mirada burlona de los cocineros y demás meseros y me dirijo a la mesa 33, de quien recibo un “pensamos que se habían olvidado de nosotros” como respuesta. Les regalo una sonrisa fingida y desaparezco rumbo a la cocina, en donde recibo otra orden de mi entrenadora: llevar una bandeja grande (de esas que se tienen que llevar sobre la cabeza) a otra mesa. “Tampoco te lo recomiendo. Mi equilibrio no es muy bueno, por lo que es muy probable que toda la bandeja me caiga encima. ¿Te soy sincera? Yo creo que hoy debería sólo escucharte y no hacer nada, así yo me evito roches y tú te evitas molestias. ¿Qué te parece?” “Ay, Ale. Te encuentro muy divertida, ¿sabías? Pero tú estás acá para aprender todo lo que yo te enseñe. Y ahora quiero que aprendas a llevar una bandeja sobre la cabeza. Ven, ponte frente a mí y alza las manos”. Con las manos y el cuerpo temblando, logro poner, con ayuda de mi entrenadora, la bandeja de 10 kilos sobre mi cabeza. Acto seguido, sigo cada paso de mi entrenadora (a velocidad de tortuga) hasta llegar a la mesa, bajar la bandeja de mi cabeza, entregarle los platos a los clientes y regresar a la cocina, mi única zona segura del local, en donde permanezco por el resto de la noche.

Después de 6 horas de entrenamiento en la chamba, y de enterarme de que usé una camisa para hombres durante toda la noche, me encuentro en la cocina de mi casa escribiendo esto, con dolor de brazos de tanto secar platos y con los ojos a punto de cerrarse, pero aún consciente para repasar mis tareas pendientes:

- Aprender a maquillarme
- Aprender a planchar
- Aprender una nueva ruta para ir a la chamba
- Aprenderme los nombres de mis compañeros de trabajo (e inventar una nueva forma de decir “compañeros de trabajo”)
- Aprender los nombres, ingredientes y abreviaciones de 15 platos.

Todo esto en no más de tres horas. ¿La hago?