lunes, 25 de junio de 2012

La vida


A lo largo de mis 22 años, he descubierto (bien Einstein yo) que la vida es más que simplemente nacer, crecer, tirarte a las personas que quieres, pegarte la juerga de la vida, tragar como si no existiera el mañana, hacer lo que te dé la puta gana y morir.

No, señores. La vida es mucho más que eso.

La vida es eso que pasa mientras esperas a que el almuerzo esté listo, que la persona que te guste te haga caso, que tu mejor amigo(a) te responda el maldito teléfono o que tu cabello crezca después de un horrendo corte de pelo.

Es eso que pasa mientras esperas a que caiga el dos en el trono, mientras esperas a que el tipo que está encima de ti termine de una vez o mientras esperas a que, por fin, la eterna cola en el banco/cine/baño/lo que sea desaparezca y sea tu turno.

Pero también es eso que pasa mientras esperas que tu comida termine de calentarse en el microondas, que ese programa descargue de una pinche vez, que los profesores se dignen en colgar las malditas notas antes de que se acabe el ciclo y que la pizza llegue después de los 30 minutos para que sea gratis.

Asimismo, la vida es eso que pasa mientras sueñas despierto(a) sobre tu futuro estando en clase y lo que pasa cuando actualizas el Home de Facebook, sólo para darte cuenta de que únicamente tienes tres nuevos posts de tus amigos y todos son unas cagadas.

No olvidar que la vida es eso que pasa mientras yo escribo esto y tú lees aquello y mientras pasamos severas horas al día frente a la computadora mientras otras personas están viajando por el mundo, teniendo el mejor orgasmo de sus vidas o cumpliendo sus sueños.

Y así, sin que nosotros lo sepamos, se nos va la vida.

miércoles, 13 de junio de 2012

Nostalgia y melancolía


Todos los domingos sigo la rutina de siempre: me levanto a partir de las 11 de la mañana, web-eo, me baño, espero a que el resto de mi familia termine de arreglarse (porque yo siempre soy la última en acicalarse y la primera en estar lista), almuerzo –procurando dejar vacío el plato–, paseo por los principales distritos limeños y acompaño a hacer las compras de la semana. Llego a mi casa entre las 6-7 pm, avanzo con trabajos de la universidad, web-eo y, cuando todo ha terminado, me pongo emo. Siempre.

Me pongo emo porque me invade la nostalgia y la melancolía, porque me pongo a pensar qué pasará en el futuro con mi familia.

Si la relación entre mi hermana y mi papá mejorará, si mi mamá dejará de fumar, si me quedaré en Perú o me iré a vivir a Inglaterra (como ya se lo he dicho a mi madre), si seré foreveralone y mi vida consistirá en vivir en un departamento enano y estar rodeada de erizos, si –suponiendo que no suceda lo anterior– cuando ya tenga mi propia familia seguiré yendo a almorzar los domingos con mis papás o si entraré en el grupo de esos hijos ingratos que se acuerdan de sus progenitores una vez cada tres meses, si mis papás vivirán siempre en la casa actual o si esta les quedará muy grande cuando mis hermanas y yo nos vayamos (si nos llegamos a ir), si volveremos a reunirnos los cinco Cavagnaro.

Creo que es por eso que me pongo emo los domingos: porque es el único día de la semana en que pasamos básicamente todo el día juntos y porque sé que, en algún momento, tarde o temprano, ese día desaparecerá.

Ojalá que no.

miércoles, 6 de junio de 2012

Cosas que me ponen de mal humor


Estaba de mal humor y no se me ocurrió algo mejor que hacer que escribir. Así que procederé a contarles, como si a alguien le importara, sobre las principales personas que suelen cagar mi buen humor:

Los que limpian y “cuidan” los carros. No me jode en sí lo que hacen; lo que me hincha (más) las lolas es que ni siquiera tienen la decencia de esperar a que me baje de Morris para que comiencen a atacarme con sus preguntas. “Señorita, ¿se lo lavo? Baratito nomás o el típicole cuido su carrito, amiga”. NO, HUEVÓN. Si quiero una de estas dos cosas, te lo pido; si no, no me malogres el día con tu interrogatorio.

La gente que hace preguntas cojudas. “¿Te caíste? ¿Te bañaste? ¿Te cortaste el pelo? ¿Estás llorando? ¿Estás dormid@? ¿Ya te despertaste? ¿Estás ahí?” Aliens, tornados, águilas, lo que sea…llévenselos, por favor.

Las vendedoras de tiendas. Apenas entras al puesto o sección, te siguen el rastro cual halcón y te acribillan con preguntas, pero con mayor intensidad que los limpiadores y cuidadores de carros. “¿Algún modelito, amiga? ¿Qué color le saco? ¿Le muestro de su talla, señorita? Pruébese sin compromiso, caserita”. Flaca, si sigues así, nadie te va a comprar siquiera un puto calzón.

Las personas disforzadas, engreídas, tercas, excesivamente habladoras, creídas, torpes, ruidosas, conchudas y lentas. Además, las que me hacen esperar, las que no contestan el teléfono, las que interrumpen mi sueño (no me importa que no sepan que estaba durmiendo), las que no saben escuchar y las que interrumpen. ¿Qué puedo decir? Mis padres me hicieron una persona nada paciente y poco tolerante.

Los conductores de transporte público. Manejan en zigzag, no respetan las señales de tránsito y, lo peor de todo, me revientan los tímpanos tocando el claxon a cada segundo. Que te quede claro algo, animal al volante: mientras más me toques la bocina, más me voy a demorar en avanzar. ¿Entendiste? Genial.

Curiosamente, mencionar a las personas que me ponen de mal humor me ha puesto de buen humor (ok, no tanto; pero al menos me ha quitado la cara de culo que traía encima), así que catarsis concluida. Ya puedo volver a ser la misma desubicada de toda la vida.