miércoles, 18 de diciembre de 2013

Un año en el cielo

Hace casi un año que mi abuela paterna se fue al cielo.

Los primeros días posteriores a su partida me costaba imaginármela o, mejor dicho, recordarla sana. 

El Alzheimer, realmente, la había agotado tanto física como emocionalmente. Ya no se le veía con su pelo marrón (aunque pintado), ya no caminaba, ya casi no hablaba (solo balbuceaba), ya no silbaba, ya no subía a saludarnos diciéndonos "chiquitas preciosas", ya no miraba hacia adelante o hacia arriba, ya no sonreía, ya no cantaba. Luego, al avanzar la enfermedad, ya casi no nos reconocía ni se reconocía a ella misma.

Eso era lo que yo veía en mi mente cada vez que pensaba en mi Mamita Leti: una señora muy delgada, con dificultades para comunicarse, hablándole a su hijo como si fuera su padre, preguntando cuándo llegaba su otro hijo de Alemania y en dónde estaba su hija fallecida.

Los días pasaron y, con ellos, los recuerdos feos. Ahora, casi un año después, sigo llorando por su partida, pero al menos la recuerdo como la vi los primeros 23 años de mi vida: con el pelo negro y luego marrón, con sus uñas rojizas, con su olor de bebé recién nacido, con sus piernas delgaditas, con su rica comida y su pastel de brócoli (el mejor que he probado en mi vida), con su falda veraniega, con sus pupiletras, con sus recuerdos de su niñez y su adolescencia, con sus gritos de sorpresa, con su casaca de mil colores, con sus viajes por el mundo, con sus hijos, con su familia.

Te extraño más que nunca.



                                          




miércoles, 4 de diciembre de 2013

Loco amor

Gaby y Vicente se conocieron hace no sé cuántos años, estuvieron juntos por tampoco-sé-cuántos años y fueron mis vecinos por no-sé-la-cantidad-de años.

Lo que sí sé es que estaban enamorados.

Y lo digo en pasado porque, lamentablemente, Gaby falleció hace tres años.

Aun cuando estaba viva no los veía mucho, pero los escuchaba seguido (al fin y al cabo, los padres de Gaby le habían regalado un timbre de voz tan desesperante que uno hasta podía escuchar cuando bostezaba o estornudaba).

Escuchaba que en las mañanas ambos gritaban “¡ya va a empezar la misa!” Acto seguido, abandonaban la casa tomados de la mano. En las tardes, a la hora del lonche, sacaban el juego de tazas para tomar el lonche en la terraza. Gaby sentada y Vicente regaba las plantas mientras ambos charlaban de sus días y de la vida. En las noches, nunca entenderé cómo, salían de su casa en San Borja y se iban caminando hasta el parque El Olivar en San Isidro. Y, antes de dormir, escuchaban Ritmo Romántica en la sala.

En el velorio, Vicente no se despegó nunca de Gaby. Al día siguiente, y los días que siguieron, tampoco. Al contrario, siguió la rutina de siempre: en las mañanas gritaba “¡ya va a empezar la misa!”, en las tardes regaba las plantas hablando en voz alta sobre su día, en las noches se dirigía a pie hasta El Olivar y, antes de dormir, escuchaba Ritmo Romántica.

Lo mismo hasta hoy.


Supongo que es cierto que el amor te vuelve literalmente loco.