Hace casi un año que mi abuela paterna se fue al cielo.
Los primeros días posteriores a su partida me costaba imaginármela o, mejor dicho, recordarla sana.
El Alzheimer, realmente, la había agotado tanto física como emocionalmente. Ya no se le veía con su pelo marrón (aunque pintado), ya no caminaba, ya casi no hablaba (solo balbuceaba), ya no silbaba, ya no subía a saludarnos diciéndonos "chiquitas preciosas", ya no miraba hacia adelante o hacia arriba, ya no sonreía, ya no cantaba. Luego, al avanzar la enfermedad, ya casi no nos reconocía ni se reconocía a ella misma.
Eso era lo que yo veía en mi mente cada vez que pensaba en mi Mamita Leti: una señora muy delgada, con dificultades para comunicarse, hablándole a su hijo como si fuera su padre, preguntando cuándo llegaba su otro hijo de Alemania y en dónde estaba su hija fallecida.
Los días pasaron y, con ellos, los recuerdos feos. Ahora, casi un año después, sigo llorando por su partida, pero al menos la recuerdo como la vi los primeros 23 años de mi vida: con el pelo negro y luego marrón, con sus uñas rojizas, con su olor de bebé recién nacido, con sus piernas delgaditas, con su rica comida y su pastel de brócoli (el mejor que he probado en mi vida), con su falda veraniega, con sus pupiletras, con sus recuerdos de su niñez y su adolescencia, con sus gritos de sorpresa, con su casaca de mil colores, con sus viajes por el mundo, con sus hijos, con su familia.
Te extraño más que nunca.