Desde
los 15 años, aproximadamente, mi cacharro estuvo adornado por lentes de montura
casi siempre del mismo modelo: negros, delgados y cuadrados.
Nunca
me molestaron (más bien me gustaba mi look cuatro ojos), pero durante el 2016
la idea de despedirme de ellos se hacía cada vez más presente.
Fue
a finales del año pasado que decidí ir al oculista y pedirle lentes de
contacto, pero su respuesta fue directa y contundente: “¿Por qué quieres
complicarte la vida, niña? Mejor opérate la vista”. “¿Por qué no?”, pensé. Así
que, llevada como siempre por el impulso, dos días después fui a hacerme el examen de córnea para saber si era
candidata para la operación y, efectivamente, lo era.
Se lo comenté a mis padres, a mis amigas y demás familia. Mi madre se puso nerviosa con varios días de anticipación; mi padre, por su parte, me recomendó esperar al segundo lunes de enero porque “¿qué pasa si para el lunes 02 el doctor sigue ebrio?”.
Mi última foto con lentes |
Se lo comenté a mis padres, a mis amigas y demás familia. Mi madre se puso nerviosa con varios días de anticipación; mi padre, por su parte, me recomendó esperar al segundo lunes de enero porque “¿qué pasa si para el lunes 02 el doctor sigue ebrio?”.
Así
que hice los arreglos en la chamba y, sin darme cuenta, el día tan esperado
había llegado. Llegué a las 9:50 al consultorio y a las 10:20, aproximadamente,
ya estaba sobre la mesa de operación sintiendo una mezcla de emoción y
arrepentimiento (y deseando internamente que el doctor me metiera sus aparatos
de una buena vez –casi lo que una piensa cuando está por tener su primera
vez–).
Empezó
con el ojo derecho. Lo primero que sentí (y que, creo, vi) fue una inyección
incrustándose en mi ojo, seguida de un aparato que me raspó como una capa de mi
órgano y luego el láser quemándome mi querido ojo. A los 15 minutos, según mis cálculos, todo había acabado. Me bañaron los ojos con
agua, me pusieron lentes de contacto, me pegaron parches y me enviaron a casa
con reposo absoluto.
Recién salida de la operación |
Las
primeras horas (los dos primeros días, en realidad) fueron los más pesados.
Sentía que los lentes de contacto se me iban hasta el cerebro, mis ojos se
sentían drogados por la sobredosis de gotas, me embarraba toda la cara a la
hora de comer, necesitaba ayuda hasta para ir al baño y tuve tiempo de sobra
para pensar en todos mis pecados.
Pero
hoy, casi un mes después de la operación, puedo decir que valió totalmente la
pena (aunque mis ojos me jugaron una mala pasada en más de una ocasión).
Hasta
siempre, compañeras; las extrañaré (y por si acaso las guardaré por si sufro de crisis de identidad).
*Por
si alguien se lo preguntaba, lo que sigue a continuación es un aproximado de la secuencia de emociones
que sentí en mis días post operada.
1. Cuando me pusieron las primeras gotas.
2. Cuando estuve a oscuras y en silencio las primeras horas:
3. Cuando quería leer algo con los parches puestos:
4. Cuando me cansé de que me pusieran gotas:
5. Cuando ya no sabía qué hacer con mi vida:
6. Cuando me tenían que poner los parches de nuevo:
7. Cuando salí de mi casa por primera vez para ir donde la Mamina: