sábado, 24 de septiembre de 2022

Cortocircuito cerebral

Desde que tengo uso de razón, nunca me ha gustado exponer y mucho menos hablar en público. Me pongo tan nerviosa que me tiembla la voz y mis oraciones salen de cualquier forma; se me seca tanto la boca que me cuesta articular alguna palabra; y, si hay alguna cámara de por medio, tiendo a mirarla directamente y a poner cara de loca. Felizmente no lo he hecho tantas veces a lo largo de mis 32 años, pero cada recuerdo de cada etapa de mi vida aún me atormenta hasta hoy.

En mi etapa escolar fue donde tuve más exposiciones (grupales, pero igual de traumantes), sobre todo en primaria. Mi uniforme consistía en blusa blanca, falda a cuadros, medias azules y cola alta y, cada vez que me tocaba estar al frente de la clase y de la profesora, mis tácticas para disimular los nervios eran subirme las medias (que estaban perfectamente subidas) y deshacerme la cola (que también estaba perfectamente hecha) para volvérmela a hacer y que me quede exactamente igual a la vez anterior. No sé cómo, pero nunca me dijeron nada. No sé si fue porque a las profesoras les caía bien o porque lo que decía era lo suficientemente interesante que mis tácticas quedaban en un segundo plano. 

Pero en la universidad no tenía mis medias largas ni mi cola alta (nunca me ha gustado mucho amarrarme el pelo), así que mi mejor amiga para las exposiciones (hasta vez sola, en su mayoría) se convirtió en una botella de agua. Yo sabía que la boca se me iba a secar tanto durante esos minutos de tortura que no soltaba la botella. Porque acá el público no eran chibolas curiosas y el profesor no era un simple mortal: acá eran jóvenes prejuiciosos y burlones y el profesor, dependiendo del curso o del proyecto a exponer, estaba acompañado del jefe de no sé quién o del gerente de no sé dónde. Nuevamente, ninguno de los profesores me dijo nada nunca pero yo, consciente de que ya no estaba en el colegio, siempre les daba mi advertencia: "Me disculparán de antemano, pero me pongo tan nerviosa durante las presentaciones que necesito mi botella de agua conmigo". 

Terminé la universidad y pensé que esas experiencias horrorosas terminarían también, pero no. Hace cuatro años, me aburrí de la vida de oficina y, junto con mi amiga Claudia, decidí emprender. Y la vida y las circunstancias nos dirigieron a los contactos correctos, ofreciéndonos entrevistas en vivo (mi nuevo terror). 

En noviembre del 2021 nos contactó un medio digital, dirigido a los emprendedores, para hablar sobre nuestra marca. Me dije "ok, Alessandra, acá vas a hablar sobre TU marca y algo que TÚ haces. Imposible que la cagues". Efectivamente, no la cagué: pude controlar mi nerviosismo y la boca no se me secó (tal vez un poquito), pero mi mirada fija hacia la cámara y mi cara de loca no faltaron.

Captura de pantalla de la transmisión en vivo

Unos días después llegó otra entrevista, pero esa vez fui sola. El entrevistador era alguien que conozco y con quien tengo harta confianza, tanta que hasta me adelantó algunas de las preguntas que me haría, como para practicar mis respuestas y tener definidos los mensajes que sí o sí quería decir. Llegó el día de la entrevista y me sentía más canchera y poderosa que nunca con mi hermoso saco de flores. En el set estaba la maquilladora, unos chicos de producción y el emprendedor al que habían entrevistado antes que a mí. 

Me pareció que la entrevista empezó bien. Agradecí la invitación, sonreía, alternaba mi mirada con el  entrevistador y la cámara, la voz no me temblaba, la boca no se me secaba. Realmente sentí que todo estaba fluyendo súper bien hasta que mi cerebro decidió hacer un cortocircuito y me hizo decir "MI NOVIA" en vez de "MI SOCIA".

Internamente agradecí al universo y a los apus porque cada partícula de mi cuerpo quería suplicar para parar la entrevista y empezar de nuevo; en cambio, decidí sonreír, tomarlo como un "bueno, algo tenía que pasar" y seguir. Pero, en mi defensa, sigo afirmando que ambas palabras suenan parecido.

martes, 22 de marzo de 2022

Crónica de la amiga elegida

Desde hace años suelo ser la amiga elegida en mis salidas sociales. Pero no es porque sea piña y siempre me chanten este rol: es que, como hasta ahora no le agarro el gusto al alcohol (salvo pocas excepciones), siento que no me queda de otra y que es mi deber cuidar de mis amigas.

Hace unas semanas fui a un matrimonio, después de mil años, con mis amigas de toda la vida (cambio los nombres para que no me maten): Sabrina, Marina, Paulina y su chico Dante, Luana y su esposo Juan, la novia Melissa y yo (Cavag).

La invitación era a las 12 pm en Pachacámac. Y algo que he aprendido de los pocos matrimonios a los que he ido es que, mientras más temprano empiezan, más posibilidades hay de que la gente comience a ponerse más contenta y cariñosa de lo normal en el transcurso de la tarde para comenzar a morir en la noche.

Mientras que mi sitio en la mesa estaba casi siempre lleno de comida, especialmente los de Luana, su esposo y Marina estaban llenos de chilcanos, cervezas, tintos de verano, vinos, pisco sours y gins. Como todas habíamos venido en dos carros y la novia había contratado choferes de reemplazo, nadie dudó en pedirlos para nuestro regreso. ¿Significado? "VAMOS A TOMAR HASTA MORIR PORQUE NO TENEMOS QUE MANEJAR, WUJUUU".


La tarde/noche siguió y más o menos este era el escenario para las 8 pm: Melissa desapareciendo sospechosamente con su esposo cada cierto tiempo, Sabrina bailando y tomando al mismo tiempo, Dante aliviado porque a Paulina no le tocó el bouquet, Juan como cliente VIP del bar, Luana teniendo que teletransportarse para bailar y pedir tragos al mismo tiempo y Marina seduciendo a los chicos del bar para que le den shots de pisco cada vez que se acercaba para repartirlos entre todos los invitados (cabe mencionar que nadie podía negarse porque sino Marina sacaba sus argumentos como abogada).

A las 9 pm yo ya estaba lista para irme porque #anciana (además, porque a esa hora apagaban todo). Sabrina se fue con Paulina y Dante y a mí me tocaba irme en el otro carro con Marina, Luana, Juan y Edgar, el chofer.

Primer acto: Juan se sienta en una de las sillas, agacha la cabeza y entra en un profundo ronque.
Segundo acto: me acerco a la mesa de recuerdos para llevarme plantitas porque, si voy a tener que soportar lo que viene, al menos quiero tener plantitas como consuelo.
Tercer acto: Marina se convierte en maga porque sigue sacando shots de pisco de no sé dónde, hasta que le digo que es hora de irnos.

- "Marina, ya nos vamos a casa".
*Marina se saca la mierda*
- "Marina, mejor quítate los zapatos. Tenemos que caminar hasta el carro para irnos"
- "Cavaaag, tengo hambre. ¿No quieres pizza? Vamos por pizza"
- "Primero a descansar y luego vamos por pizza, ¿ya?"

Nos metemos al carro: Edgar al volante, Juan como copiloto y atrás Marina, yo y Luana, y lo primero que le digo a mis amigas es "por favor, si quieren vomitar lo hacen por el lado de sus puertas porque si me vomitan encima las mato". "No, Cavag, yo nuuunca vomito", dijo Marina. "Tranqui, yo no tengo ganas de vomitar", dijo Luana. "Edgar, si necesitas algo me avisas porque estos tres papanatas están en otra", dije yo.

Avanzamos durante 10 minutos hasta que Juan pide parar el carro porque se siente mal. Juan y Luana abren la puerta, agachan la cabeza y se quedan en silencio. Marina me comenta que quiere vomitar y trato de abrir su puerta. NO ABRE. "Marina, déjame sacar el seguro de tu puerta para poder abrirla". Marina se mueve un poco y veo que el seguro no está puesto, pero la puerta sigue sin abrir. Edgar nota mi desesperación, sale del carro e intenta abrir la puerta también. LA MALDITA PUERTA NO ABRE y yo comienzo a desesperarme porque no quiero que me vomiten encima. Marina está a punto de vomitar y, entre Edgar y yo, solo atinamos a abrir la ventana en su totalidad para que mi amiga estire el pescuezo y vomite. A los pocos minutos, Marina mete su cabeza al carro, pero no contamos con que los restos de vómito se quedarían en la ventana. Juan y Luana regresan también sus cabezas al carro, sin haber podido vomitar.

Seguimos avanzando y no pasan ni cinco minutos hasta que Marina pide parar el carro otra vez. Edgar me advierte que no podemos estar deteniéndonos a cada rato porque es una zona peligrosa y yo le indico que mi amiga no se siente bien y que tengo que cuidarla (aunque sé que tiene razón) y le pido parar en un grifo o en una bodega para comprar papel higiénico. Mientras tanto, Luana se recuesta en mi hombro susurrándome que no se siente bien y Juan está en otra galaxia en el asiento de adelante.

El plan era ir hasta la casa de Luana y Juan y pedir un taxi que nos deje a Marina y a mí en nuestras casas, pero no pasa mucho tiempo para darme cuenta de que lo mejor será que se quede a dormir conmigo, así que le escribo a mi hermana para contarle la situación y Marina y Luana aprovechan para decirle lo mucho que la aman:




Edgar sigue avanzando y Marina sigue vomitando; unas veces afuera del carro y otras veces dentro de la bolsa que le he dado, y los restos de vómito siguen quedándose en el borde de la ventana. Pasan más minutos y me percato que va a ser peligroso pedir un taxi que me lleve a mi casa, así que llamo a mi papá y le pido que nos recoja de la casa de Luana y, de paso, me ayude con el bodoque que es ahora Marina.

Cuando veo que solo faltan 25 minutos para llegar a nuestro destino, siento unas gotitas a mi derecha: es Luana que, sin decirle nada a nadie, acaba de bajar la ventana y dejar sus restos de vómito en la ventana. Por supuesto, Marina aprovecha para vomitar también.

Y justo cuando pensaba que los últimos 15 minutos iban a ser tranquilos, de la nada Juan abre la puerta, comienza a vomitar y Marina y Luana se convierten en sus coristas de vómito. Es como si hubiera una orquesta de menjunjes extraños a mi alrededor y yo soy la última integrante.

Después de una carrera interminable, llegamos a nuestro destino casi al mismo tiempo que mi papá. Luana ya está semi consciente de lo que está pasando y me ayuda con Marina, quien está cual bebé acurrada en su cuna porque no se quiere mover. Finalmente, entre mi papá, Luana y yo sacamos a Marina del primer carro para meterla en el segundo.

Ya en el carro de mi papá, Marina comienza a despertar y a darnos diferentes reacciones, desde disculparse por lo sucedido esa noche hasta ofrecernos la cena y el desayuno a mi papá, especialmente. "¿Qué se te antoja, tío? Tú dime y yo te invito. ¿Quieres KFC? ¿Quieres Sanguchón Campesino? Tú solo dime y lo pido solo para ustedes".

Y, aunque la oferta sonaba muy tentadora, yo ya estaba mucho más tranquila porque todas mis amigas estaban sanas y salvas en sus casas. ¿Y mis plantitas? No sobrevivieron, pero...hey, las risas no faltaron.

Luana limpiando su carro a la mañana siguiente