Ayer me vi con un excelente amigo a quien no veía desde hacía meses. El plan era este: recogerlo en su casa (la cual queda relativamente cerca a la mía), acompañarlo a Polvos Rosados y encontrar polos para su sesión de fotos y, finalmente, dejarlo en un local al frente de la UPC. Todo aquello en no más de dos horas –idea que me había hecho yo solita.
Llegué a su casa a las 16:15, aproximadamente, y terminamos saliendo de la misma a las 18:30. ¿Por qué? Porque el señorito se demoró una eternidad en meterse a la ducha, porque, al salir de la ducha, se demoró una eternidad para cambiarse, porque, después de cambiarse, se demoró una eternidad para ponerle el pasador a su zapatilla (hecho con el que salió la frase “no soy yo; es él”), y porque, después de ponerle el pasador a su zapatilla, se demoró una eternidad en afeitarse. Mientras todo esto sucedía, yo me dispuse a quedarme en la cama, echada como morsa, viendo cómo Cosmo Kramer (Seinfield, para los incultos) era dopado por su dentista.
“¿Estás lista?”, me preguntó antes de abandonar el cuarto. “Sí, vámonos de una vez; te lo ruego” respondí. Pero la desubicada (yo) no estaba tan lista: ligeras ganas de ir al baño atentaban contra mi cuerpo, pero decidí aguantarme y salir de ahí. Por apurada, por impaciente, por cojuda.
El camino desde su casa hasta la UPC duró media hora y estuvo lleno de desvíos para evitar el tráfico, indicaciones de mi amigo para no perdernos y con tres posibles accidentes con otros carros.
Al pasar por la entrada principal de mi universidad, él me dice que no me preocupe, que lo deje ahí nomás, pero yo, por buena gente y por cojuda, le digo que “no hay forma; te voy a dejar en la puerta del local”. Así que doblo en U (dándole la contra a mi ruta conocida, en la cual no sufro por el tráfico), dejo a mi amigo en el local de las fotos, avanzo unos cuantos metros y me topo con lo peor: un tráfico de mierda.
¡Puta madre! ¡Por cojuda estoy acá! ¡Lo hubiera dejado en la esquina, así me iba por la ruta de siempre! ¡Encima estoy sola, con las emisoras limeñas que me ponen de mal humor y la pichi que se me sale!
Avanzando dos pasos cada 30 minutos, mi sistema nervioso está al borde del colapso, con los carros que se pegan como moscas, los taxis y combis que tocan el claxon cada dos segundos, el flaco mandándome mensajes y preguntándome por qué había tomado esa ruta y la pichi a punto de desprenderse de mi cuerpo.
Casi llegando a la altura de Bembos, pienso en doblar a la izquierda, estacionarme por un momento, subir las escaleras como loca y vaciar mi vejiga hasta quedar satisfecha, pero la realidad me hace aterrizar: no hay ninguna forma de que pueda llevar a cabo mi plan dada la cercanía que hay entre los carros (con las justas hay espacio para las motos), así que aprieto el estómago, dejo de pensar en ello y me concentro en llegar a casa antes de la medianoche.
Por lo que más quieras, Alessandra, no te hagas la pichi; aguántate hasta llegar a la casa o hasta que te libres de este puto tráfico, pero NO te mojes los pantalones ni ensucies al pobre Abelardo.
Juro por mi blog que usé todos mis poderes para evitar que eso pasara, pero, al caer en la cuenta de que no estaba cerca de librarme del tráfico, de que el interior de Abelardo es cero iluminado y de que los conductores a mi costado estaban muy fastidiados como para prestarme atención, me di por vencida y me liberé; en otras palabras: me hice la pichi encima.
Sí, como lo leen: yo, Alessandra Cavagnaro, a mis 20 años de edad, me mojé los pantalones (mi malla negra, en realidad) con varios litros de pichi –así se sintió–, y la cara de placer y satisfacción que puse al terminar (como si acabara de tener el mejor orgasmo de mi vida) fue, creo yo, bastante parecida a esta:
Cerré por un momento los ojos, vacié todos mis pensamientos, abrí los ojos y, nuevamente, la realidad me tocó:
No. No había sido un sueño.