sábado, 22 de enero de 2011
Perfecta
viernes, 21 de enero de 2011
Carlitos lo soluciona todo
jueves, 6 de enero de 2011
Inmovilidad
Nunca me gustó hacer ejercicio ni tampoco fui buena haciéndolo. En el colegio –buenos tiempos aquellos–, era una de las peores del salón en clase de Educación Física. Cuando la profesora ordenaba dar tres vueltas alrededor del patio caminando, trotando y luego corriendo, yo hacía caso omiso a las dos últimas palabras y el número tres lo convertía en uno, o sea, una vuelta caminando alrededor del patio. Y cuando el mismo ente ordenaba que nos echáramos en el piso para hacer abdominales, yo me dedicaba a tomar sol o a hacer una mini siesta. Como si esto fuera poco, era una acomplejada de mierda. Aun así estuviésemos en verano y calcinándonos la piel a 30°, yo me negaba a mostrar mis yucas en público, por lo que usaba un pantalón de buzo con complejo de horno y sudaba la gota gorda con tan sólo agacharme. Para no sentirme tan mal, me dedicaba a rajar de las chicas de mi salón: que Pancracia parece embarazada, que Lucrecia tiene las piernas chuecas, que Alejandrina parece una tabla de surf, etc.
Van un poco más de tres años desde que salí del colegio y todavía mantengo algunas de estas costumbres. Por ejemplo, el último lunes comencé gimnasio y, en vez de ir vestida con short y BVD para no empapar la ropa, me puse una malla morada oscura y un polo de manga corta morado claro (sí, encima de acomplejada, huachafa por haber ido al gimnasio al estilo Barney). También dediqué varios minutos de mi tiempo a rajar de las señoras de 60 que se visten como si tuvieran 30, de las de 30 que se creen modelos de pasarela y que buscan igualar a las de 20 y a las de 20 que son unas putas regias (¡váyanse a su casa, malditas!). Luego me di cuenta de mi estúpido comportamiento: como si hablar mal de las demás me vaya a dar el cuerpo perfecto o hacer que no tenga roches en mostrar mis yucas en público (me palteo; no puedo evitarlo).
Y justo cuando monto la bicicleta y comienzo a pedalear para encender la máquina, se acerca un entrenador preguntándome por mi rutina. “No tengo –respondo–; es mi primer día”. “Entonces tienes que ir al área de evaluación para que te tomen tus medidas y podamos hacerte una rutina”, me dice. ¿Medidas? ¡Ni muerta! –no tengo miedo ni roche en decir que tengo 20 años cuando el mundo me alucina de 23 ni que mido (casi) orgullosamente 1.65 m., pero que me pregunten cuánto peso o intenten subirme a la balanza me trauma completamente, mismo motivo por el cual desconozco mi peso desde hace casi dos años–. Gileo, suplico, pataleo y hago berrinches, pero todo es en vano: he perdido la batalla, pues, diez segundos después, me encuentro siendo mañoseada por la nutricionista y su cinta métrica (yo con los ojos cerrados o puestos hacia otra dirección en todo momento). Al terminar de medirme los muslos, glúteos, pecho, cadera, cintura y ya no recuerdo qué más, me pregunta qué es lo que quiero lograr en mi cuerpo. “Quiero bajar esto de aquí, reducir esto, tonificar lo de acá, remover todo este sebo y…¿sabes qué? Creo que dándome un cuerpo nuevo nos ahorraríamos mucho tú y yo”, le digo. Ella, recontra aguafiestas, sólo se dispone a fingir una sonrisa y a apuntar mis barbaridades en el mismo papel donde un entrenador escribirá mi tortura durante los próximos tres meses.
Me entrega el papel –el cual volteo rápidamente para no ver ningún número–, me cita para el viernes (así me entrega mi dieta) y llama a un trainer para que me oriente con las máquinas.
Dos horas después, me encuentro echada en el sofá de mi casa con las piernas puestas sobre el regazo de mi madre, posición en la cual permanezco por al menos una hora y con tres palabras que se convierten en mi respuesta a absolutamente todo por esa noche y por el día siguiente y siguiente: “no puedo moverme” –lo chistoso es que hoy no he hecho ni mierda.