miércoles, 14 de enero de 2015

Dulce amarga

No tengo abuelos paternos. Mi abuelo falleció antes de que yo naciera y mi abuela falleció el 31 de enero del 2013. Cuando falleció el primero, mi papá y sus hermanos tuvieron la hermosa idea de separar una lápida a su lado, de manera que, cuando se fuera mi abuela, ella la ocuparía y ambos descansarían juntos por el resto de sus vidas.

A él lo extraño aunque nunca lo conocí. A ella la extraño como si se hubiera ido ayer.

Procuro visitarlos varias veces al año, pero creo que siempre es una experiencia dulce-amarga ir al cementerio.

Llego con las ganas de tenerlos cerca y salgo con las ganas de tenerlos siempre conmigo.
Me siento mal internamente porque no los visito tan seguido como quisiera.
Veo a mi papá haciendo todo lo posible por evitar llorar (está bien, papá).
Pienso en todas las cosas que pude hacer o decirle a mi abuela.
Les digo internamente que los extraño y que me gustaría verlos de nuevo.
Les pido visitarme en sueños para poder abrazarlo por primera vez y a ella una nueva vez.
Recuerdo los momentos que pasé con mi abuela antes de que se fuera e imagino cómo hubiera sido la relación con mi abuelo.
Abrazo la lápida porque siento que solo el cemento me separa de ellos.
Mojo mis ojos y escucho que alguien me dice “señorita, ya vamos a cerrar”.

No recuerdo si esto lo mencioné en el blog o en Twitter pero, conforme voy creciendo, me he dado cuenta de que la vida no es tan bonita cuando te percatas de que, mientras tu vida empieza, la de otros llega a su final.


Los extraño.

jueves, 8 de enero de 2015

Feliz Año

Aunque ya está a punto de finalizar la primera semana de un nuevo año (y lo primero que pienso es que este año cumplo 25. ¡Qué tía estoy!), ayer me venció el aburrimiento y me puse a analizar las cosas que aprendí en el 2014 y que espero tener presente o seguir poniendo en práctica este 2015.

Aprendí que está bien cagarla, siempre y cuando pida perdón y haga algo después para arreglar la situación.

Aprendí que no puedo dejar de hacer daño porque soy humano, pero que nunca haré daño conscientemente.

Aprendí (o perfeccioné) mi habilidad para llorar en silencio y sonreír cuando me estoy muriendo por dentro.

Aprendí nuevas rutas y conocí nuevos distritos…pero siempre con alguien, claro.

Aprendí que, cuando uno quiere algo, siempre encuentra el tiempo para llevarlo a cabo; de lo contrario, no es falta de tiempo (la excusa de siempre), sino falta de interés.

Aprendí que la manera más fácil de cocinar una papa es metiéndola en una bolsa de plástico y al microondas por 3-5 minutos, dependiendo del tamaño de la papa (esto no reemplaza la cena, pero al menos le evita comer siempre mixtos o comida chatarra a alguien que no sabe cocinar –como  yo–).

Aprendí (o adopté) el placer casi sensual de ver una película distinta antes de ir a dormir y de cantar a pesar de que me callen.

Aprendí, después de un huevo de tiempo, a no esperar nada de nadie, aunque de vez en cuando sigo cayendo en esa mala (pero casi inevitable) costumbre.

Aprendí que los adultos siempre tendremos vivo nuestro niño interior.

Aprendí que tener tarjeta de crédito es el peor matrimonio que una persona puede tener (por fin me liberé de ti, desgraciada).

Aprendí a decir “te amo” después de “te perdono” (nunca antes).

Aprendí que nunca me interesó el matrimonio hasta que lo conocí.

Aprendí que lo quiero más de lo que él me quiere a mí (¿ventaja o desventaja?).

Aprendí que conocidos son muchos, pero amigos son pocos.

Aprendí a mandar al carajo a lo que no me deja avanzar.

Aprendí que nunca dejaré de aprender.

Y como decía el video de fin de año de Facebook (al que nunca me atreví a mirar, por cierto), gracias a aquellos que formaron parte de mi año. Y a los que no, también.


Feliz Año.