No tengo abuelos paternos. Mi
abuelo falleció antes de que yo naciera y mi abuela falleció el 31 de enero del
2013. Cuando falleció el primero, mi papá y sus hermanos tuvieron la hermosa
idea de separar una lápida a su lado, de manera que, cuando se fuera mi abuela,
ella la ocuparía y ambos descansarían juntos por el resto de sus vidas.
A él lo extraño aunque nunca lo
conocí. A ella la extraño como si se hubiera ido ayer.
Procuro visitarlos varias veces
al año, pero creo que siempre es una experiencia dulce-amarga ir al cementerio.
Llego con las ganas de tenerlos
cerca y salgo con las ganas de tenerlos siempre conmigo.
Me siento mal internamente porque no los visito tan seguido como quisiera.
Veo a mi papá haciendo todo lo posible por evitar llorar (está bien, papá).
Pienso en todas las cosas que pude hacer o decirle a mi abuela.
Les digo internamente que los extraño y que me gustaría verlos de nuevo.
Les pido visitarme en sueños para poder abrazarlo por primera vez y a ella una
nueva vez.
Recuerdo los momentos que pasé con mi abuela antes de que se fuera e imagino
cómo hubiera sido la relación con mi abuelo.
Abrazo la lápida porque siento que solo el cemento me separa de ellos.
Mojo mis ojos y escucho que alguien me dice “señorita, ya vamos a cerrar”.
No recuerdo si esto lo mencioné
en el blog o en Twitter pero, conforme voy creciendo, me he dado cuenta de que
la vida no es tan bonita cuando te percatas de que, mientras tu vida empieza,
la de otros llega a su final.
Los extraño.