Era la 1 del domingo 10 de abril del 2011. Mientras resumía una separata de historia, leía los comentarios paranoicos de los tuiteros sobre las elecciones presidenciales: que el Perú se irá a la mierda con Humala, que con Keiko retrocederemos lo mucho que hemos avanzado (y viceversa), que unos se irán del país lo más pronto posible y que otros se quedarán aquí para lucharla. La política nunca ha estado dentro de mis temas de interés, pero, en ese momento, la curiosidad y, sobre todo, la ansiedad me invadieron. No era que quería saber los resultados y ya; era que necesitaba saber los resultados y ahí mismo. Desesperada, asalté mi cocina (¿por qué, maldita sea, siempre tengo que recurrir a la comida?) y tragué y tragué hasta sentir la necesidad de abrir el botón de mi jean para darle un respiro a mi guata. A las dos de la mañana me fui a mi cama, sabiendo que no dormiría, pues me esperaba (y al resto del país) un día memorable.
Eran las 6:50 de la mañana cuando sonó mi despertador. “¿Por qué, puta madre, tuve que salir como primer suplente de mesa?”. Me metí a la ducha, prendí mi laptop para anotar el sitio de votación y salí de mi casa en dirección al Colegio Libertador San Martin, ubicado en la cuadra 30 de la avenida Aviación. Llegué a las 7:30 en punto, topándome con diez personas en la entrada del colegio. Crucé la puerta, avancé, observé el cartel indicando el lugar de votación según el número de mesa, subí las escaleras, entré al salón y puteé silenciosamente al percatarme de que sólo había una persona más de mi mesa, el segundo suplente –una señora de aproximadamente 60 años y de quien no recuerdo su nombre. Pongámosle “Leonisa”–. Me senté a su lado a conversar un poco y a esperar patéticamente a que los titulares nos sorprendieran con su presencia. Media hora después (a las 8), me di cuenta de que los malnacidos jamás aparecerían; que ellos estarían en otro rincón del mundo ignorando las elecciones o durmiendo tranquilamente en sus casas limeñas mientras yo estaba ahí, cagándome de hambre, frío y sueño. Pocos minutos después, aparecieron el secretario y el tercer suplente de mi mesa, por lo que me hicieron considerar la posibilidad de levantarme de mi asiento e “ir al baño” (entiéndase como "fugarme del colegio, ir a mi casa a seguir durmiendo, regresar varias horas después y reírme de su desgracia en la cara y luego pagar la rica multa"). A las 8:20, diez minutos antes de que comenzaran a abrirse las mesas, mi humor cambió radicalmente: ya no sentía cólera; ahora sentía pena y tristeza. Aprovechando los minutos libres que me quedaban, bajé al patio del colegio y me senté en uno de los círculos amarillos pintados en el piso a respirar profundo y a melancolizar un poco. Pensé en cómo las elecciones, involuntariamente, se me habían inyectado en la vena, en cómo estaba el Perú ahora y cómo podría estar en dos meses, en cómo podría armar una revolución y en cómo sería el país en el que vivirían mis hijos (sí, dramaticé y me proyecté maleado). Y cuando estaba a punto de echarme para seguir pastrulando, se me acercó alguien indicándome que ya era hora de armar mi mesa. “¿Me quedo o me voy?”, dudé. La respuesta llegó en pocos segundos: “me quedo”.
Eran las 8:40 y me encontraba en un salón donde el calor era sofocante, sentada en la mesa de votación, con Miguel (el secretario, ahora presidente) y Leonisa (ahora tercer miembro), sin ningún material a la mano y bajo la mirada de varios entes (en su mayoría, femeninos) que nos miraban de mala gana, esperando a que instalemos nuestra mesa de una puta vez para que comenzaran a votar. Minutos después, el material llegó y los tres nos dispusimos a armar todo lo más rápido posible. Y no pasaron muchos segundos para darme cuenta de que éramos una desgracia: yo, más desubicada que nunca porque no tenía ni la más remota idea de cómo ser miembro de mesa (no había ido a ninguna capacitación, tampoco había leído ningún manual ni visto ningún video); Miguel, desesperadamente lento porque se tomaba todo el tiempo del mundo (cosa que no teníamos) para revisar y leer cada material; y Leonisa, que simplemente nos miraba y esperaba a que alguno de los dos le diera alguna indicación de qué cuernos hacer. Al darme cuenta de la situación (e invadida por la maldita necesidad que tengo de complacer a las personas), decidí tomar riendas en el asunto: cogí el manual sobre cómo ser un miembro de mesa (y no morir en el intento), leí las indicaciones rápidamente y me puse a firmar y a ordenar todo lo que debía. Y en eso estaba hasta que una tía –para variar, cuarentona y pituca– nos suelta su queja diciendo que ya iba dos horas esperando para votar. Yo, molesta por su actitud y algo malcriada, le respondo que “hace dos horas no había nadie, así que no exagere. Estamos armando la mesa lo más rápido posible. Tenga paciencia, por…favor”.
Eran casi las 9:30 cuando, por fin, terminamos de armar nuestra mesa. Ahora faltaba que votáramos los tres miembros para que diéramos pase al primer ente de la cola de electores. Y mientras Miguel y Leonisa, luego de votar, comunicaban que solo faltaba yo, me invadió la desesperación por hacer las cosas rápido, por lo que marqué una equis bastante chueca (pero asegurándome de que esté dentro del cuadrado de mi candidato), corrí hacia mi mesa de votación, cogí un holograma (sin saber lo que era y en dónde iba), cerré mi cédula de votación y metí la misma en la ánfora.
- ¡¿QUÉ HAS HECHO?! –me pregunta Miguel– ¡LOS HOLOGRAMAS VAN DETRÁS DEL DNI!
- ¡Ay, chucha! Lo siento; lo he hecho por apurada. ¿Acaso no hay más de esos?
- ¡NO! ¡NOS HAN DADO LA CANTIDAD EXACTA!
- Ay, Miguel, relájate. No lo he pegado taaan fuerte. A la hora de contar los votos lo saco y lo pego en su lugar.
- ¡MÁS TE VALE, ALESSANDRA!
Eran las 9:40 cuando llamamos al primer ente de la fila para que efectuara su voto, dando así inicio a una mañana/tarde llena de firmas, tinta, preguntas, respuestas, risas, bostezos, manchas, hambre, infinitas ganas de orinar y más. A pesar de haber estado más de cinco horas sentada, el proceso de votación estuvo entretenido, sobre todo al percatarme que la estupidez habita en gran parte de los peruanos. Aquí algunos ejemplos:
• “Su DNI, por favor –después de unos minutos–. Señora, su DNI; no su tarjeta de crédito”.
• “¿Qué hago con esta cédula?” “Tiene que votar, señora”. ¡¿PARA QUÉ CUERNOS CREES QUE ESTÁS ACÁ, TARADA?!
• “Su firma y su huella con el dedo índice, por favor. El índice, señor. Ese es su meñique”.
• “Dedo medio en la tinta. Ese no. El medio. Ese es el índice; tiene que ser el medio. EL MEDIO. ESE ES EL ANULAR. IMBÉCIL. ¡¿CÓMO NO VAS A SABER CUÁL ES TU DEDO MEDIO?!
¡ESTE ES EL MEDIO! ¿TE QUEDÓ CLARO?”
Era la 13:00 cuando una señora de la ONPE se acercó a nuestra mesa dándonos nuestro “delicioso” refrigerio: una mini botella de agua y otra de jugo de naranja, un paquete de galletas saladas y otro de galletas de agua, tres caramelos de limón, un CerealBar y (de esto no me olvidaré nunca) una lata de sardinas. Sí, de sardinas (como si fuéramos gatos). Luego nos preguntó cómo nos estaba yendo, a lo que Miguel respondió: “Bien, solo que hay un pequeño problema. Alessandra, por apurada, se equivocó y cerró una cédula de votación con un holograma”. Yo, toda ingenua y desubicada, le sonrío inocentemente a la señora, pensando en que la reacción de Miguel es completamente exagerada. Sin embargo, la reacción de la señora fue la misma que la de él. “¡¿Que ha hecho qué?! Señorita, eso es muy grave. Tiene que recuperar el holograma como sea, sino tendrá que ir a la comisaría”. “¡¿QUÉ?! ¿A la comisaría por un maldito sticker? ¿Me está bromeando, no?”, le respondo. “No, señorita. Tiene que ir a la comisaría y luego pagar una multa”. “¡¿PERDÓN?!” Conmocionada por las palabras de la señora, me siento en un banco, tomo un sorbo de agua y respiro lentamente, tratando de descifrar si lo que me dice la tía es cierto o si está haciéndome una de las peores bromas de mi vida. “Señorita, ¿está bien? No se preocupe; lo de la multa es falso. Tranquilícese”, me dice. “Y lo de ir a la comisaría también, ¿no?”, respondo. “No. Eso sí no”.
Eran las 16:00 cuando nuestra mesa de votación cerró, quedando diez personas de nuestra lista sin haber votado. Después de firmar los documentos que faltaban, nos pusimos a contar los votos y, para mi sorpresa, el candidato presidencial ganador de la mesa de la desubicada no fue nadie más y nadie menos que PPK. Me alegré y grité de la emoción, como si solo mi mesa contara o como si sus votos fueran los únicos válidos. Pero esa alegría y emoción se fue al carajo en el momento en que un personero sacaba su celular con radio para que todos escucháramos el flash informativo, el que terminó informando que Humala estaba primero, luego Keiko y después PPK.
Eran las 19:00 y yo ya estaba harta de todo. Harta de haber estado todo el puto día en aquel colegio, harta de firmar seis veces en la misma hoja, harta de los personeros que se apegaban demasiado a las reglas (“¡no! En el manual dice que…”), harta de estar colapsando de hambre y lo único que tenía a la mano era la lata de sardinas, harta de los hologramas (por cierto, al final recuperé el que había pegado en la cédula), harta de los votos por Humala, harta de mí.
Eran las 21:00 cuando llegué a mi casa, las 21:10 cuando comencé a embutirme ocho pedazos de pizza, las 22:00 y algo cuando inicié mi twitcam para contarle mi experiencia a los tuiteros, las 00:00 cuando comencé a despedirme de la gente y las 00:30 cuando me metí a la cama y empecé a analizar todo lo que me habían dicho sobre las elecciones y los candidatos de los cuales ahora dependía el futuro del país.
Y antes de cerrar los ojos, pensé en que no habían pasado ni 24 horas y ya todo estaba comenzando a cambiar en la mente de los peruanos. Miré el reloj. Era la 1.