No recuerdo si fue para mi cumpleaños o para Navidad, pero sé que fue hace 11 años atrás.
Armandi compartía (o, mejor dicho, entendía) mi gusto por la lectura desde ese entonces, por lo que supo que sería el regalo perfecto para mí. “Toma –me dijo–. No sé si ya lo conoces, pero este libro es una sensación en Inglaterra”. Terminé de desenvolver el regalo y lo vi: era un libro relativamente delgado, con borde amarillo y letras doradas y un chico cuatro-ojos montado en una escoba en la reluciente portada; era un libro que, sin saberlo, marcaría el inicio de una década llena de espera, imaginación, emoción y magia: era el primer libro de la saga de Harry Potter.
Me devoré Harry Potter y la piedra filosofal en menos de tres días y, desde ese momento, supe que tenía algo especial en mis manos (ya sé que suena cursi, pero jódanse: esto merece que sea cursi).
Porque nunca antes (me) había emocionado tanto leyendo algo, elegido no salir para quedarme en casa imaginando cómo combatir a un perro gigante de tres cabezas o deseado tanto cambiarme de sexo (porque, más que Hermione, yo deseaba ser Harry). Fue orgásmico el momento en el que los medios comunicaron que habría hasta 6 libros más de Harry Potter y que cada uno tendría su película correspondiente. Grité de la emoción y dije "hay HP para rato".
Apenas terminado de leer cada libro, esperaba con ansias la película correspondiente, la que, a pesar de saber que nunca satisfacería mis expectativas ni superaría la genialidad del libro, me hacía llorar y gritar de la emoción si las imágenes sobre tal escena o personaje eran iguales a las que yo había imaginado o si había un giro inesperado.
Sin estar consciente de lo rápido que se pasaba el tiempo, las publicaciones de los libros y los estrenos de las películas llegaron a su fin y, con ellos, mi adolescencia inundada en el mundo de Harry Potter.
Porque sólo los que hemos leído –apenas llegaron a nuestro país– y crecido con los 7 libros de HP sabemos lo que es esperar varios y largos meses por algo que leeremos en no más de una semana (asumo que los seguidores de El señor de los anillos me entienden en este punto), imaginar cada pequeño detalle y palabra nueva de cada página de cada libro, desear ser, en algún momento de tu vida, un determinado protagonista, aplicar en la vida real hechizos para convertirte en un animal o para hacerle una maldad a alguien, desear volar en una escoba, amanecerte leyendo el libro porque sientes que no vas a poder dormir si no sabes qué pasará a continuación, anhelar la llegada de una carta que, en el fondo, estás consciente de que nunca llegará o ser el/la amigo(a) de alguien que no existe ni nunca existirá.
Así, después de 10 años (la mitad de mi vida) de leer las vivencias de Harry Potter y sus amigos, todo llegó a su fin el miércoles 20 de julio del 2011 (no vi nunca las películas en el día del estreno porque me rehusé rotundamente a hacer colas por horas y a tener que callar a cada fanático cada 2 minutos en plena película), fecha en la que fui al cine a ver la última película con la persona que me compró el primer libro de la saga 10 años atrás. Grité, lloré, reí, estuve a punto de comerme la servilleta de los nervios, se me pararon los pezones y se me puso la piel de gallina de la emoción, pateé varias veces el asiento de adelante (también por la emoción), arrugué la camisa de mi tío y volví a llorar una y otra vez.
Dos horas después, oficialmente, todo había acabado y mi adolescencia se había ido al carajo. Me invadió la depresión post-potter al percatarme de que había concluido ya una década llena de imaginación, pasión, legado, aventura, fantasía, amistad, perseverancia, magia, pero recordé lo que esto significó, significa y significará en mi desubicada vida.
Finalmente, después de agradecer a mi tío por haberme introducido a este mundo mágico, cerré los ojos y sonreí.
Nota 1: Gracias, Maño, por sugerirme el título de este post. Se te estima cada día más.
Nota 2: Les dejo tres imágenes de mi Tumblr con las que, creo, todos los fanáticos de Harry Potter se relacionarán. Disfrútenlas.