Se suponía que sería un día normal.
Como todos los días, mis papás, hermana mayor y yo nos despertamos, bañamos, cambiamos, tomamos desayuno y cada uno hizo lo suyo: papá se fue al trabajo, mamá regresó a la cama a ver televisión, mi hermana mayor se fue a la oficina y yo me quedé en casa haciendo tiempo para ir a chambear.
Supusimos que mi abuela también había seguido su rutina mañanera, pero la realidad era que la Mamita Leti, durante su siesta, no volvería a
despertar nunca más.
Ya han pasado casi dos
meses y la sigo extrañando como si fuera la primera vez.
Extraño cuando subía las
escaleras silbando y diciéndonos “chiquitas pechochas”. Extraño cuando cantaba
todas las canciones con un “lalala”. Extraño cuando decía que no podía comer
cierta cosa porque el doctor se lo había prohibido y luego decía “bueno, a
penitas”. Extraño sus diferentes tintes y cortes de cabello. Extraño sus joyas,
su piel, sus arrugas, su amor, su ternura. Extraño su delicioso pastel de
brócoli y sus ravioles comprados. Extraño sus periódicos chichas. Extraño sus
intentos de adivinar el mensaje escondido de La ruleta de la suerte. Extraño el ruido de su dentadura al masticar.
Extraño su ropa clásica. Extraño sus historias sobre el Nono y la tía Lita.
Extraño su reacción cuando llegaba mi tío de Alemania. Extraño sus chismes de
familia. Extraño su locura y su rareza. Extraño todo de ella.
La extraño y no la extraño
al mismo tiempo, porque me la imagino feliz y tranquila, sentada en una nube
muy blanca, jugando al Bingo con el Nono, la tía Lita, su hermano y demás
familiares, esperándonos a todos en nuestro momento, nuestro debido momento.
No sé si alguna vez se lo
dije, pero se lo diré ahora y se lo diré por siempre: te quiero infinitamente y
te extrañaré eternamente, Mamita Leti.