Desde hace algunos años, no sé
exactamente cuándo, sufro de algo que me gusta llamar “diarrea verbal”.
Este fenómeno hace que
diga/haga cosas en los momentos más inesperados, en los lugares menos esperados
o a las personas menos adecuadas y sin pensar en las posibles consecuencias,
como decirle a un compañero de trabajo (que estaba a punto de usar mi computadora)
“¡cuidado con el porno!” en horario laboral y en un volumen de voz para nada
desapercibido. O también decirle a mi mamá “gracias por no abortarme” el día de
mi cumpleaños o decirle al flaco de mi mejor amiga que parara el carro porque
quería mear.
Así como los pedos salen porque
ya no los puedes aguantar (o porque, simplemente, no quieres hacerlo), hay
cosas que me son muy difíciles de callar, como ustedes comprenderán (y las
rimas que me hacen sonar más cojudita de lo normal). No es que quiera malograr
el momento con lo que quiero decir o hacer: simplemente es algo que me nace y
que no me deja ser si no lo saco de mi ursulino ser (no puedo parar. Lo
siento).
Con él no hubo excepción.
Llevábamos poco tiempo, pero lo
suficiente para sentir el deseo de decirle lo que sentía. Sin embargo, ese
momento no era el correcto. Habíamos pasado un día increíble, lleno de
“jijijí-jajajá” y besos por aquí y por allá. Pero como dicen que la
felicidad no es eterna, sin darnos cuenta todo se estaba yendo al tacho por una
completa sonsera (ahorita recuerdo y me percato que fue sonsera. Obviamente, en
ese momento, sentía que la discusión era justa y necesaria). Cansada de la
discusión, quería decirle que no valía la pena hablar sobre eso, que era un
histérico, que yo estaba cansada, que éramos unos inmaduros, que no estaba para
cosas así, que lo mejor era dejarlo como estaba e irnos a dormir.
Lo que salió de mi boca, por el
contrario, fue algo completamente diferente.
Así fue la primera vez que le
dije “te amo”.
*Gracias, Alexander Altamirano (@sonidodoppler), por el aporte con el título del post
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