Me acuerdo que cuando era niña no tenía que preocuparme por nada. Por nada relativamente importante, mejor dicho.
Mis días infantiles comenzaban a las 9 de la mañana (sí, desde critter que soy marmota) y terminaban a las 8 de la noche, luego de cantar frente al televisor la canción del comercial de Karina y Timoteo yéndose a la cama luego de lavarse los dientes con Colgate.
Durante las mañanas veía Discovery Kids, de donde me acuerdo de un corto de origami que me hacía correr por un papel de la fascinación, pero que, al final, el papel terminaba intacto porque no entendía ni un carajo de los pasos para hacer un barquito o una paloma. En las tardes veía Nickelodeon (los que son de mi época sabrán lo genial que fue este canal en los 90) y me enamoraba cada vez más del petizo Arnold, buscaba ser tan inteligente como Clarissa, trataba de encontrarle una explicación al color azul del amigo de Doug, me asustaba con ¡Aaah, monstruos de verdad! y ¿Le temes a la oscuridad?, me carcajeaba con Kenan y Kel, me fascinaba con la pastruleada de La vida moderna de Rocko (y deseaba tener un perro y llamarlo Spoonky), seguía paso a paso los casos de El fantasma escritor y comparaba a mi hermana y a mí con Los castores cascarrabias (siendo ella Norbet y yo Dagget). Y en las noches veía las pocas novelas que lograba ver sin que mi madre me llamara la atención y me alucinaba que todas esas historias me pasaban a mí: que me enamoraba de mi mejor amigo (pero este estaba enamorado de mi mejor amiga o de mi hermana), que mi papá me abandonaba y yo recurría a todos los medios para encontrarlo, que me enteraba que mi mamá no era mi mamá, sino una tía a la que detestaba y miles de dramas más.
Así, mis únicas “preocupaciones” en mi corta existencia eran si la protagonista de la novela se quedaría con su príncipe azul (que, dicho sea de paso, de príncipe no tenía nada), si mañana podría comer otra vez helado, si al día siguiente podría ir al Parque de las Leyendas, si el hada de los dientes me dejaría plata o un juguete por mi incisivo perdido o si podría ir a la fiesta de Panchita el sábado en KFC.
No tenía que preocuparme sobre qué estudiar un par de años después, a qué dedicarme por el resto de mi vida (no seriamente, claro) o cómo decirle a mis papás que jalé un examen (o, peor, un curso). Tampoco pensaba en la posibilidad de que me peleara con alguna amiga cercana, de que me rompieran el corazón, de irme a vivir al extranjero y separarme de mis padres, de un posible embarazo o de que me asalten/roben en la esquina de mi casa.
Muchas veces pienso que me gustaría regresar al pasado y volver a esas épocas de pura felicidad, pero ¿saben qué? Esto –aquí, hoy, ahora– no lo cambiaría por nada.