No pensaba quedarme.
Me desperté sintiendo la fastidiosa presencia de las legañas pegadas a mis pestañas, la molestia de haber dormido pocas horas por mi vicio a las redes sociales y el olor a excremento de mi hijo puntiagudo (para los que no saben, tengo un erizo de mascota) impregnado ahora en mi pijama.
Me desperecé, me bañé, me cambié, desayuné leche chocolatada, cogí mi DNI, credencial y llaves y salí con esa idea –“no pienso quedarme”– taladrándome el cerebro.
Llegué al colegio odiando a todo el mundo: a mis papás, por la cara de decepción que pondrían al ver que no cumplí con mi deber porque preferí dormir; al puto encargado de la ONPE, por sacar mi nombre “aleatoriamente” para ser primera suplente de miembro de mesa; a la mente “brillante” a la que se le ocurrió encerrarnos allí desde las 7 de la madrugada hasta quién sabe qué hora y a todas aquellas personas que estarían durmiendo plácidamente en sus camas en ese preciso instante mientras yo estaba ahí, somnolienta, cansada, malhumorada y desubicada.
Subí las escaleras, busqué mi salón e instantáneamente vi los rostros de Leonisa (una señora de 50 y tantos años, a la que apodé así porque para la
primera vuelta se puso un polo transparente, con el que todo el mundo podía ver su sostén fucsia de la misma marca) y Lenteja (un flaco de 20 y tantos años, inteligente, pero más lento que mi abuela), alegres (creo) por ver una cara conocida.
No pensaba quedarme, pero “qué chucha”, pensé.
Planeando una estrategia entre los tres para salir de ese sitio máximo a las 5 de la tarde, nos quedamos sentados en la mesa de votación esperando a que llegaran los materiales para entrar en acción. Los revisamos y nos dimos cuenta de que todo sería más fácil esta vez: ya no había tantos papeles para firmar, tantas cosas que ordenar ni tantas reglas que aprender.
A las 9:10 en punto, los materiales llegaron y, con ellos, el primer votante de la mañana –una señora de 70 años, aproximadamente–, quien se alejó de nosotros balbuceando una frase que no olvidé por el resto del día: “Que Dios nos ampare”.
A ella le siguieron personas que parecían que nunca habían votado en su vida (a pesar de pasar de los 30 años), que no respetaban el orden de llegada, que tenían miedo por lo que estaban a punto de cometer, que llegaron con sus critters para que estos metieran su dedo en el pomo de tinta morada (como si esto fuera lo más genial del mundo), que se demoraban segundos y minutos en votar, que se quejaban por manchar sus manos y, lo peor de todo, que no sabían cuál era su dedo medio y el índice (puedo comprender que, por presión, te olvides de cuál es tu dedo índice, pero, carajo, ¡¿EL MEDIO?!).
A las 15:40, luego de embutirme un paquete de galletas de mantequilla y otro de galletas de agua, 3 caramelos de limón, un Cereal Bar y media lata de sardinas con tuco (para que vean que estaba convulsionando de hambre), todos los miembros de mesa comenzamos a ordenar los papeles para poder comenzar a cerrar votos a las 4 en punto, y nos afanamos tanto, que llegamos al punto de ver el reloj a cada minuto, como si estuviéramos en víspera de Año Nuevo.
Media hora después, la realidad nos cacheteaba a cada individuo presente en ese salón: Ollanta Humala no sólo ganaba en las mesas continuas, sino también en el flash electoral. Ante esto, alguien comentaba que “nos vamos a ir a la mierda”, mientras que otro le respondía: “hace rato que estamos ahí”. Fue lo último que escuché.