lunes, 1 de marzo de 2010

Cayetana Santos


(Ejercicio de narración para el curso de Taller de Técnicas de Expresión Escrita de la UPC)

Desde mi llegada a Formosa, era la primera vez que el barrio recibía a alguien nuevo. Y ese alguien no era cualquier persona. Nunca olvidaré la primera impresión que tuve de ella: una mujer poco atractiva, con un aire sombrío y cara de escasas palabras. Su nombre era Cayetana Santos. Estaba casada con Gregorio Escobedo y ambos tenían dos hijos en común: Adriano, de nueve años, y Abigail, de seis meses.

Déjenme contarles su historia.

Cayetana llegó a nuestro barrio el 22 de octubre de 1983, vestida con un vestido negro que le llegaba hasta los talones y unos zapatos negros también. Además, su pelo negro, más negro que el azabache, y su piel blanca, tan blanca como el algodón, hacían más cercano su parecido a Morticia Adams. Callada y reservada, la vida de Cayetana en el barrio de Formosa fue bastante silenciosa hasta aquel amargo día.

Ocho días después de su llegada, los gritos de Cayetana comenzaron a perforar nuestros oídos, seguidos de los gritos de Abigail y de Gregorio. Me aproximé a la ventana que daba vista a la casa de Cayetana y abrí las cortinas empolvadas. Pude ver con claridad las siluetas de Cayetana, Gregorio y los niños. Con la esperanza de que se percataran de mi abultada presencia y bajaran la voz, me quedé parado ahí por cinco minutos, pero cómo me hubiera gustado que fueran cero. Aquella escena que vino a continuación marcó la vida de muchos habitantes del barrio de Formosa, incluida la mía.

- ¡¡¡Dime de una buena vez con quién te estás acostando!!! –gritó Gregorio.
- ¡¿Pero qué cosas dices, Gregorio?! ¡No me estoy acostando con nadie! ¡Y hazme el favor de callarte la boca, que estás asustando a los niños! –respondió Cayetana, quien protegía a la pequeña Abigail, bañada en un mar lágrimas, recostada en su coche. Mientras tanto, Adriano se escondía detrás del mueble oxidado ubicado en la sala de estar, asustado de su propio padre.
- ¡¡¡Me importan un carajo los niños!!! –el tono de voz de Gregorio se elevaba conforme expulsaba las palabras– ¡Dime su nombre, Cayetana! ¡Dime el nombre del bastardo o te darás cuenta de lo que soy capaz!

Lo que pasó a continuación pasó en un abrir y cerrar de ojos: Gregorio sacó una navaja del bolsillo de su pantalón gris áspero, golpeó a Cayetana en la cabeza hasta dejarla inconsciente, apuñaló a Abigail en el pecho y, acto seguido, abandonó la casa, el barrio y nuestras vidas.

Salí disparado de mi humilde hogar y me dirigí hacia la casa de Cayetana, quien seguía todavía tirada en el piso, como si fuera una alfombra más en la sala de estar. Me acerqué a la bebé y vi la peor imagen que un padre –y cualquier persona– puede observar: Abigail yacía sin vida en su coche, bañada en tinta roja. La cubrí con su manta y miré a mi alrededor: Adriano seguía escondido detrás del mueble oxidado; Cayetana, tirada en el piso. Me dirigí a la cocina y regresé con un vaso de agua para despertar a Cayetana. En pocos segundos, ya había recobrado la conciencia. Cayetana se levantó y vio la manta blanca (ahora roja) de Abigail. “¡Hijo de puta! ¡Ha matado a mi bebé!”, gritó Cayetana. Traté de tranquilizarla, pero estaba fuera de control. Entonces, tan silencioso como una pluma, Adriano se acercó a su mamá, la abrazó y le comentó algo en el oído. Cayetana se recompuso velozmente. Con un intento de sonrisa pintarrajeado en el rostro, exclamó en voz alta: “Gracias por tu ayuda, Agustín. Ya puedes retirarte. Me gustaría estar un momento a solas con mis niños”. Para evitar que mi boca cayera al agrio piso (me sorprendió la velocidad con la que pareció recomponerse), me retiré, no sin antes acordar con Cayetana una llamada para asegurarme de su estado de salud.

No volví a ver ni a Cayetana ni a Adriano (tampoco recibí una llamada) hasta el 28 del siguiente mes, en la bodega de la esquina. Estaba acompañada por Adriano y un coche de bebé. Estupefacto y muerto de la curiosidad, me acerqué a mi vecina, cuya reacción fue la menos esperada.

- ¿Cómo te va, Cayetana? –pregunté.
- ¡¡¡Aléjate, Gregorio!!! ¡Aléjate de mi bebé! ¡Huye lejos, Adriano! ¡Yo protegeré a tu hermana! –Cayetana se abalanzó contra el coche, cual leona protegiendo a su cachorro, al mismo tiempo que Adriano se alejaba de la escena.
- ¡¿Te has vuelto loca?! ¡Yo no soy Gregorio! ¡Soy Agustín! ¿Acabas de decir que tu hija está en el coche? –con un rápido movimiento, logré destapar al cuerpo cubierto por la manta: era el cadáver polvoriento de Abigail, muerta hacía más de un mes.
- ¡Sí, mi Abigail! ¡No te le acerques, Gregorio! ¡No volverás a lastimar a mi pequeña!

Atónito, observé cómo aquella mujer trataba al cadáver de su hija como si aún estuviera viva. Corrí hacia el teléfono más cercano y marqué el único número que vino a mi mente en ese momento. Los policías no tardaron en llegar.

Es difícil explicarles con detalle lo que la policía hizo o dijo a Cayetana Santos debido a mi estado de absoluta conmoción. Solo sé que a mí me acompañaron a mi hogar y me dieron un calmante, a Adriano nadie lo volvió a ver jamás y a Cayetana, pues, la hospedaron en un manicomio. Dicen que es toda una celebridad por allá y entretenidísima para conversar. Yo paso.

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